Revista Educación

No soy taurino

Por Siempreenmedio @Siempreblog
No soy taurino

Este año se ha trasladado al mes de junio esa inveterada costumbre de la misma señora que todos los años, cámara en mano, se lanza a denunciar que las calles de mi ciudad, Santa Cruz de Tenerife, aparecen llenas de basura después de un día grande de carnaval. Sí, el centro urbano aparece cubierto por una mezcla informe de meados, bolsas de basura y porquería varia, y sería interesante que procurásemos ser un poco más cívicos, pero lo cierto es que el servicio público de limpieza funciona razonablemente bien, y en pocas horas no queda ni rastro de esa cochinada que aparece retratada al amanecer.

Supongo que esa vecina que se la tiene jurada al carnaval no conoce cómo queda el centro de Valencia después de Fallas, las calles de Madrid después del Orgullo o, acabáramos, Pamplona después de Sanfermines.

Hablemos pues de fiestas o celebraciones en el centro de las grandes capitales. Hablemos de Sanfermines. Intento hacer de la libertad mi bandera y no celebro aquello que no me interesa. Supongo, de hecho, que no soy el único que he aprendido a, digamos, convivir con la injusticia y la intolerancia, y de alguna manera paso por alto ciertas cuestiones y miro para otro lado. Pero entre las cosas que me producen rechazo verdadero se encuentra el maltrato a los animales.

Ese y no otro es el principal reclamo de los Sanfermines, ocho días de paseos narrados por televisión como si fueran partidos de fútbol, en los que se persigue, golpea y acorrala a seis toros a los que finalmente se dará muerte en una plaza entre los gritos de un público feliz y entregado, ávido de celebrar cómo los últimos minutos de vida de un animal son puro sufrimiento y tortura. Maltratar a un pacífico mamífero por pura diversión no fue un arte ni en la época de las cavernas, imaginemos en la era de internet con banderillas y espada.

Por eso me sorprende que, dos años después, hayamos avanzado tan poquito. El poder de las masas, el dinero por encima de la ética y ese primitivismo no superado, subyacen detrás de semejante blanqueamiento del maltrato. Se convierten, a fin de cuentas, en un escaparate mundial en el que banalizar la crueldad y la violencia de la tauromaquia, y donde hay hasta un consenso entre los medios de comunicación para no cuestionar la dimensión ética de lo que enseñan tan alegremente.

Sí, yo como carne, pero desconozco cuál es la belleza de la llamada "fiesta nacional". Ignoro qué estética puede encerrar la sangre derramada de un animal y qué valores contiene una celebración de estas características, pero sí entiendo que un país no puede ser conocido en todo el mundo por semejante atrocidad. Nuestro sentido del arte, nuestra gastronomía, nuestra música, el encanto de nuestros pueblos... Cada rincón de España tiene todo lo mejor para atraer al visitante, pero ganar proyección internacional por torturar a seres vivos con la anuencia de lo público me parece todo un desatino.

Recuerdo las épocas en que me preocupaba que me sacaran una foto vestido de mamarracha en carnavales, con tres o cuatro copas encima. Mantener una imagen y un decoro, fíjate tú. Afortunadamente superé aquellos tiempos y hoy me limito a pedir a mis convecinos que, por favor, contengamos nuestro aparato urinario y meemos menos las calles, que pensemos en la sanidad y limpieza de nuestra ciudad a la hora de divertirnos.

En todo caso el disfraz de mamarracha me parece una costumbre indudablemente más inofensiva y menos aberrante que tirar una cabra por un campanario, poner a dos perros a pelear o las múltiples manifestaciones de salvajismo con los toros como motivo, qué quieres que te diga.

*.- Como imagen de esta entrada acompaño una de las múltiples viñetas en que Antonio Mingote supo ilustrar con inteligencia lo absurdo de la españolísima costumbre.

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