Cuando yo nací, el planeta era un ovillo de estertor. Rugían los smogs, las luces agriaban pupilas y los motores de los viandantes tiritaban.
Inhalar. Exhalar. Inhalar. Exhalar.
Los seres humanos sumergieron su pie en la hierba para arrancarla. Cicatrizaban su dulce tez para cogear hacia la vejez y morir de tristeza. Insertos en una caja de zapatos carente de ventanales lloraban por la huérfana felicidad, vendida por tres botones y cuyos núcleos, envueltos en dorado papel, eran derretida tierra.
Pero el futuro jamás fue destino. Todavía quedaban frondosos verdes que cosquillear. Algunos insensatos apagaban el rugir, frenaban la pisada. Supieron que las sesiones de cine se reducían al matinal. Ebrios de sobriedad olvidaban las leyes impuestas de la Megalópolis. Cesaba el vórtice del consumo, la fumada intranquila. La felicidad era un instante. No se inflaban con ofertas, saltos mortales. La felicidad, colgaba sobre sus comisuras, no está en venta. La felicidad era un instante.