El martes me recorrí casi toda Extremadura en coche. Una sesión en Plasencia, otra en Cáceres y otra en Zafra. Paré a poner gasolina y me crucé con un rebaño de ovejas. El ganado delante. El pastor atrás. La primera oveja se asusto al encontrarse con mi coche. Se detuvo en seco. El resto del rebaño, sin pensarlo -para algo son borregos-, se detuvo también. Ninguna oveja hizo otra cosa. Todas hacen lo que la primera hace. Se han acostumbrado a ello.
Cuentan que un hombre fue secuestrado por sus enemigos. Lo condujeron a una mazmorra y allí le ataron las manos. Dejaron a un guardián en la puerta para evitar que escapara. Al principio, desesperado, intentó romper sus ataduras. Cuando se convenció de lo inútil de sus esfuerzos, poco a poco se fue acostumbrando.
Consiguió ir valiéndose con las manos atadas. Aprendió a soltarse los zapatos, a encenderse un cigarrillo, a comer, a vestirse... y se fue olvidando que alguna vez tuvo las manos libres.
En paralelo fue entablando una cierta amistad con su carcelero. Este le leía cada mañana las noticias que ocurrían en el mundo de "los hombres de las manos libres". Todo eran crímenes, injusticias y dolor.
Al final el preso empezó a pensar que era mejor vivir con las manos atadas.
Muchos años después sus amigos lo encontraron y fue liberado. Pero era demasiado tarde: tenía las manos atrofiadas.
No podemos acostumbrarnos a vivir limitados. Jamás. Nuestra responsabilidad es dar la mejor versión de nosotros mismos. Y en eso no nos podemos rendir. Da la sensación de que nuestra sociedad ha cambiado el bienestar y la comodidad por vivir atados, convertidos en los borregos del rebaño que vi en Extremadura, sin querer destacar por encima de la media.
No es bueno atarse las manos para no hacer nada malo, si ello conlleva perder las alas que nos lleven a volar alto.