Querida amiga,
No te conozco, pero he oído hablar mucho de ti y cada vez que lo he hecho he sentido que hablaban de mí. No me siento capaz de aconsejarte, porque sentiría que me estoy inmiscuyendo en tu vida, pero lo que sí puedo hacer, y espero que te sirva, es hablarte de la mía.
Mi historia, como la tuya, comienza el día que me fui de mi pequeño pueblo natal a vivir a la ciudad, en busca de nuevas oportunidades. Acababa de terminar mi carrera, acababa de terminar mi relación con mi primer novio… acababa de terminar muchas cosas y sentí que era el momento de empezar otras nuevas. Una prima mía vivía en Madrid y me había conseguido una entrevista de trabajo, así que cogí mi maleta y mi ilusión, e inicié mi camino hacia mi nueva vida. Conseguí el trabajo, viví con mi prima hasta que encontré una habitación en un piso compartido, me puse en contacto con un compañero del colegio que estudiaba la carrera en una universidad madrileña y empecé a salir con él y con sus amigos. Era joven, tenía toda la vida por delante, y me sentía feliz.
Era verano. Recuerdo que aquel día salí a tomar algo por el centro con mi amigo y unos compañeros suyos de la universidad, y entre ellos estaba él, Carlos. De primeras no llamó mi atención, excepto por su estética punk, pero se ve que yo la suya sí. Desde ese día, siempre que quedaba con mi amigo venía él. Buscaba cualquier excusa para hablar conmigo, para preguntarme sobre mi vida, para invitarme a una cerveza, para colmarme de todo tipo de atenciones, y a mí eso me gustaba. Mi primer novio no se había comportado así conmigo, siempre sentí que yo le había querido más a él, que muchas veces le sobraba, que no le importaba. Por eso le dejé.
Poco a poco Carlos se hizo importante en mi vida. Me gustaba que alguien se preocupara por mí, ya que yo estaba prácticamente sola en esta ciudad, y él me hacía mucha compañía. Comenzamos a hacer cosas juntos, ir a exposiciones, a conciertos, a cenar. Y así, sin darme cuenta, poco a poco, empezamos a salir. No puedo decir que estuviera enamorada de él, creo que nunca lo estuve, pero me sentía cómoda, cuidada, y eso me hacía estar tranquila. Pasaron unos meses y él empezó a insistir en que nos fuéramos a vivir juntos, y así lo hicimos. Al principio todo era fácil, hasta el sexo era fácil, con él sentía que no tenía que fingir nada (tras romper con mi anterior novio me prometí a mí misma no volver a fingir un orgasmo jamás) porque la verdad es que Carlos se esmeraba en hacerme disfrutar. Quizá sentir amor no fuera imprescindible para que una relación funcionase ¿no?
Y así, la vida va pasando sin que te enteres y, antes de que me diera cuenta, nos habíamos comprado una casa, había cambiado de trabajo y ahora tenía un puesto mejor (aunque no tanto como el suyo, por supuesto), las cosas nos iban bien y estábamos mirando un apartamento en la playa para poder pasar las vacaciones, algo que él siempre había querido. Yo ya había pasado la treintena y, sin saber por qué, empecé a sentir la necesidad de ser madre. No era algo que nunca me hubiera agobiado pero sentía que si no lo hacía en ese momento no lo haría nunca. Él no estaba convencido, le gustaba nuestra vida cómoda tal y como era, pero finalmente accedió. Lo hizo por complacerme a mí, porque le encantaba hacerlo, y porque así tendría una cosa más que echarme en cara en el futuro porque, no te lo he dicho, pero a medida que nuestra vida fue avanzando, su amor se fue quedando atrás y él empezó a mostrarse como era realmente, un monstruo.
Las palabras de cariño dejaron lugar a las humillaciones, con mi físico, con mi inteligencia, con mi falta de deseo sexual… Nunca me pegó pero se esmeró mucho en hacerme polvo psicológicamente, analizando al milímetro todo lo que hacía o decía y juzgándolo según su criterio para intentar dinamitar todo lo que no se ajustaba a sus dogmas. Intentaba moldearme a su antojo y si yo me rebelaba, me castigaba. Era un tirano. Yo sentía que era injusto, pero me resignaba, como tantas veces vi hacer a mi madre. Empecé a vivir angustiada, sí, angustiada. Si dejaba algo desordenado, recibía una reprimenda, si olvidaba o perdía algo, me hacía una llamada telefónica al trabajo para dejar bien patente su enfado (y después, generalmente, otra para disculparse por él)… Todo podía ser motivo de conflicto, pero yo, ciega, me conformaba con lo que tenía porque, al fin y al cabo, lo había elegido yo.
Recuerdo el día que descubrí que estaba embarazada. No me había venido la regla y decidí comprarme un test, estaba sola en casa, emocionada, se me saltaron las lágrimas, y llamé a mi hermana corriendo para contárselo. Justo cuando colgaba el teléfono entró él por la puerta y me dirigí a su encuentro para decírselo, pero solo pareció importarle que la primera persona a la que se lo había comunicado había sido a mi hermana, y no a él. Y así, de enfado en enfado, pasé todo mi embarazo. No recibí una sola caricia suya en la tripa, no me acompañó a las pruebas médicas, ni a dar paseos, a nada, pero me dio igual, era mi embarazo, mi sueño, y él no iba a estropeármelo.
Estaba ya de casi cinco meses cuando en el trabajo le asignaron un nuevo puesto por el cual tendría que viajar de vez en cuando fuera de España. Unos días antes de su primer viaje sufrí un tirón en la espalda que me dejó postrada en una cama. No sabía cuánto iba a durar esa situación, y sabía que a él le repateaba tener que dejar de irse de viaje para quedarse a cuidarme, así que le pedí a mi madre que se viniera a mi casa y le insistí a él para que continuara con sus planes. Prefería que se fuera y me dejara tranquila (esta sensación me acompañó ya siempre, cada vez que se fue, que por suerte fueron muchas). Pero cuando volvía también me acompañaba siempre la misma sensación. Miedo.
El día que volvía de viaje me dedicaba a limpiar la casa de arriba a abajo, porque sabía que mi desorden le crispaba los nervios. Ponía lavadoras, planchaba la ropa, ordenaba los armarios… pero aun así, él entraba por la puerta y siempre tenía algo que reprochar. Cansada de esa situación, tras uno de sus viajes y tras una discusión de campeonato, estando yo embarazada aún, me sentí desbordada. Así que le planté cara, le dije que estaba harta, y que me quería divorciar. Eso no se lo esperaba. Su mujercita, la dócil, la que callaba, la que odiaba discutir, se estaba revolviendo. Salió de casa rojo de ira dando un portazo, y dejando tras de sí un silencio que me pareció maravilloso, pero no duró mucho. Pasadas unas horas volví a oír la cerradura de la calle y entraron junto a él sus padres. Él sabía que les apreciaba y que no podría enfrentarme a ellos con la misma determinación con la que lo había hecho con él. Nos sentamos en el sofá, hubo lágrimas, disculpas, típicas frases de “voy a cambiar”… pero la gente no cambia, o por lo menos él no… y finalmente, me eché atrás. Cuando sus padres salieron por la puerta, mi suegro se giró y me dijo “Hija, no te agobies, estas cosas se arreglan en la cama”.
Esas palabras fueron como una puñalada en el estómago, porque hacía tiempo que las cosas en las cama tampoco funcionaban. Con el tiempo Carlos había empezado a sentir inquietudes por otro tipo de prácticas. Empezó siendo un poco más agresivo en la cama, al principio me resultó divertido, pero hacía tiempo que había dejado de serlo. Después continuó siendo muy insistente en cuanto al sexo anal. Yo accedí, no una, muchas veces. No me gustaba, y él lo sabía, pero a veces, por evitar una discusión, acababa sucumbiendo a sus deseos. Después me decía a mí misma que no volvería a hacerlo, me sentía sucia, dolorida, humillada… pero pasado un tiempo él volvía a perseverar y yo volvía a transigir. Pero nada era suficiente para su mente enferma, siempre quería más. Un día estaba en el salón y me llamó para que fuera con él a ver algo al ordenador. Me empezó a enseñar una página de un local de intercambio. “¿No te apetecería que fuésemos y que nos vieran follar? A mí me encantaría”. Me negué en rotundo. Por ahí no iba a pasar, estaba harta. De primeras no insistió más, pero después, poco a poco, volvió a hacerlo, y como veía que no había manera, intentó convencerme de contactar con otra mujer para hacer un trío, de mantener relaciones en lugares públicos… Se le estaba yendo de las manos. Y, tras cada una de mis negativas, llegaba una discusión y llegaban sus insultos. Porque si yo no hacía las cosas que él quería, era porque era una frígida, una acomplejada, y porque no me gustaba el sexo tanto como a él. Quizá era cierto, o quizá sí me gustaba, pero no con él. Aun así, ahora con el embarazo había conseguido una tregua, pero las palabras de mi suegro me recordaron que, cuando diera a luz, mi pesadilla volvería.
Me entenderás cuando te digo que el primer momento que ves a tu hija no lo olvidas jamás. Era una niña preciosa, sana, morena, con unos ojos que parecían mirarlo todo con una curiosidad inagotable. Su presencia llenó mi vida de alegría e incluso hizo que Carlos se relajara, parecía que siendo padre había encontrado un equilibrio emocional que nunca había tenido. Pero, como siempre, solo fue un espejismo momentáneo. Jamás olvidaré una noche en la que estábamos discutiendo por alguna razón (seguramente absurda y, sin dudarlo, culpa mía) y volví a decirle que estaba harta, que me quería divorciar. Carlos me miró con los ojos como platos y conteniendo la respiración se levantó y se dirigió al cuarto de nuestra hija. Tenía 6 años. La despertó y la trajo al salón, sin que ella entendiera lo que estaba pasando, y le dijo “Mira lo que dice tu madre, que ya no me quiere, que se quiere divorciar, que te quiere separar de mí”. Mi pequeña no entendía nada, yo me acerqué a ella, conteniendo las lágrimas, ella estaba asustada, al borde del llanto también, intenté tranquilizarla, taparle los oídos, la abracé, la volví a llevar a su cama, y esa noche dormimos juntas, y las dos lloramos. No podía entender que utilizara a nuestra hija de arma contra mí, no podía controlarlo, no sabía cómo hacerlo. Así que no volví a mencionar el divorcio. Muchas veces me mortificaba y me preguntaba a mí misma que por qué estaba aguantando todo esto, que no era normal. Pero me sentía débil. Así que lo único que intentaba era no cabrearle porque, a estas alturas, me conformaba con no discutir.
No teníamos prácticamente amigos, todo el mundo le caía siempre mal. Parecía como si quisiera aislarme, como si me quisiera solo para él. Siempre salíamos los dos solos con nuestra hija, aparentando ser una familia feliz. Las visitas a mi pueblo también se convirtieron en un tormento. Él siempre tenía un motivo para estar de morros: si mi madre era tan desordenada como yo, si mi hermana (que no le aguantaba) le daba una mala contestación, si mis sobrinos se peleaban con mi hija… Empecé a viajar menos a mi pueblo, no quería discutir con él y, sobre todo, no quería que mi familia viera el infierno en el que estaba metida. Una Semana Santa volvíamos en el coche y él se puso como un energúmeno conmigo por no sé qué comentario absurdo que había hecho mi hermano. Me puse a llorar, ya no podía más, le dije que a partir de ahora, cada vez que fuera a ver a mi familia él no vendría. Eran lo que más quería en el mundo y no quería que él estropeara los pocos momentos que pasaba con ellos. Le dolió sobremanera que le dijera que quería a mi familia por encima de él, no podía entenderlo, él debía ser lo primero en mi vida. Pero no, no lo era y jamás lo sería.
No puedo expresar la tranquilidad que sentí al sacarle de esa parcela de mi vida, la alegría me rebosaba la primera vez que viajé a mi pueblo sin él… Pude pasar un fin de semana allí sin estresarme, sin nudos en el estómago, feliz, dejándome querer. Mi familia no hizo preguntas, siempre hemos sido muy de esperar a que cada uno hable de sus cosas cuando quiera, pero ese fin de semana yo empecé a plantearme en serio que tenía que arrancar a ese hombre de mi vida.
Tuve un golpe de suerte, en el trabajo le ofrecieron un puesto en otro continente en el que tendría que estar casi seis meses. Él dudaba de si debía hacerlo o no, era una buena oportunidad laboral, pero le iba a mantener alejado de nosotras demasiado tiempo. Yo le dije que no se preocupara por nosotras, que el tiempo pasaría volando y, más adelante, poco antes de irse, le insistí en que tanto tiempo fuera de casa iba a ser duro para una persona con el apetito sexual que él tenía, así que si quería acostarse con alguna mujer durante ese tiempo, que no se preocupara por mí, que lo entendía. Al principio a él le chocó, pero finalmente accedió. Era un caramelo demasiado dulce al que no podía resistirse. Igual a la gente le parece que no es normal lo que hice, pero ¿sabes lo que pasaba por mi cabeza en ese momento? Que si conocía a otra mujer y se enamoraba perdidamente de ella, quizá nunca volvería y nos dejaría en paz. Pero eso no pasó. Durante esos meses mi hija y yo fuimos felices, no discutíamos, estábamos tranquilas, hacíamos cosas juntas. Fantaseé mucho tiempo con que él muriera en un accidente. Pero eso tampoco pasó. Y seis meses después, él y su ira estaban de vuelta en nuestras vidas. Pero yo ya no era la misma.
Había utilizado todo ese tiempo de soledad para contactar con un centro que ayudaba a mujeres que se estaban separando, me pusieron en contacto con un psicólogo, con el que hablé de manera honesta y que me ayudó a dejar de culpabilizarme; con un abogado que me informó de mi situación y de cuáles eran los pasos que debía seguir; me informé en el banco sobre lo que podría hacer en relación a las hipotecas… Me había sentido fortalecer haciendo todo eso a sus espaldas, sin que él supiera nada, anticipándome a su jugada, preparándome para lo que pudiera venir, aprendiendo a ver las cosas con perspectiva y caminando paso a paso (sin correr) hacia un objetivo fijo. Porque quizá él pensaba que yo era tonta, pero yo sabía que eso no era cierto. Y, aunque sabía que no me iba a divorciar de inmediato, fui cogiendo herramientas para cuando eso sucediera, pensando a largo plazo, actuando con discreción.
Mientras tanto seguí esperando, aguantando, soportando faltas de respeto… aunque las que más me dolían eran las que yo misma me infligía al tolerar todo aquello, porque cuando tienes a tu lado a alguien que no te quiere y se lo consientes, acabas no queriéndote a ti misma… Pero no me resigné. He de reconocer que un cambio así me daba mucho miedo. Me aterraba pensar en su reacción, en que no me dejara hacerlo, en que me hiciera la vida imposible, en que me hiciera quedar como la mala delante de su familia, en que intentara suicidarse (ya me había amenazado más veces con ello cuando me veía las intenciones) y mi hija no entendiera lo que había pasado y me culpara… Así que decidí pensarlo todo bien, no tener prisa, y seguir asesorándome a escondidas.
Desearía que en ese momento alguien me hubiera dicho “Sal de ahí, vete, no tienes por qué aguantarlo, no te lo mereces, no es justo”, pero hay veces que las personas no le decimos a los demás lo que pensamos por miedo a su reacción, a que piensen que te estás metiendo donde no te llaman, a que piensen que les estás juzgando, que no les entiendes… Así que simplemente se quedan ahí, esperando a la gota que colme el vaso, tendiéndote la mano para ayudarte cuando quieras salir de él.
Mi hija fue creciendo. Yo intentaba protegerla, evitar que presenciara nuestras peleas, que su padre se enfadara con ella (ayudándole a ocultar sus malas notas, por ejemplo)… pensaba que era demasiado pequeña para hacerle sufrir el divorcio de sus padres, que suponía que iba a ser bastante traumático. Creía que debía aguantar hasta que creciera, para que lo entendiera, que debía hacerlo por ella. Pero poco a poco me fui dando cuenta de que esperar no compensaba, porque no estaba siendo un buen referente para mi hija, estaba enseñándole a consentir que la humillaran, que la ningunearan, que la hicieran callar… Y, de tanto convivir con un hombre que era un mal ejemplo, ella estaba empezando a imitar comportamientos que tenía su padre hacia mí, y eso no lo iba a tolerar. Porque de mi marido me podía divorciar, pero de mi hija no, y a que él me tratara mal ya estaba acostumbrada, pero cuando era mi hija la que lo hacía, el dolor era infinito.
Adopté la táctica de la indiferencia, pero como él veía que su ira ya no tenía efecto conmigo, que yo no entraba al trapo, que rehuía de las peleas, que ya no era una buena adversaria, empezó a dirigir sus enfados hacia mi hija. Ella no era como yo, no se callaba, se le encaraba, y a veces montábamos verdaderas batallas campales en casa. Un día, después de una discusión, mi hija me dijo que ya no aguantaba más, que me separara de él. Aquello fue para mí el pistoletazo de salida, no iba a permitir que le hiciera a mi hija lo que me había hecho a mí. Yo me había acostumbrado a no ser feliz, había asumido que no le quería, que no me gustaba cómo era, pero no pude asumir que mi hija tuviera que aguantar eso.
Estaba asustada, nerviosa, perdida… no quería pedir ayuda, sentía que si lo hacía estaría reconociendo que me había equivocado, preocuparía a mi familia, les involucraría en mis problemas… No me sentía con fuerzas de contarles todo lo que me estaba pasando, porque tenía miedo de que si lo hacía me forzarían a actuar, o se enfadarían conmigo por no afrontar la situación y me tacharían de cobarde. Sentía que no me iban a entender, y yo no podía soportar que más gente se enfadara conmigo. Pero, finalmente, un día me sinceré con mi hermana. Para mi sorpresa, ella no montó en cólera, me dijo que me quería, que me ayudaría en todo lo que necesitase, que me apoyaría en las decisiones que tomara cuando las tomara, que estaría a mi lado… Me dijo que para ella, para toda mi familia, era muy duro verme sufrir y sentir la impotencia de no poder ayudarme, así que cuando les necesitara, ahí estarían. Me di cuenta de que, por muchas veces que me empeñé en creer que no necesitaba a nadie, sí lo hacía, y había gente que siempre iba a estar ahí cuando les dijera que vinieran. Porque lo que más terror da en estas situaciones es afrontarlas sola pero ¿sabes qué? No lo estás, estás rodeada de gente que te quiere, y esa gente te apoyará en cuanto se lo pidas, en cuanto les dejes que lo hagan.
A veces pienso que, si pudiera volver al pasado y hablar conmigo misma, me diría que no tenga miedo de contar lo que me pasa, pues aunque creas que has caído muy bajo, o que has sido gilipollas, cualquier cosa que hayas hecho tiene solución. En momentos de crisis todos podemos tomar decisiones equivocadas y no pasa nada, todo tiene remedio. Solo estás defendiéndote, intentando protegerte, y las personas que te quieren lo van a entender y no te van a juzgar.
Un día, sin haberlo planeado, pero teniendo la decisión tomada desde hacía muchísimo tiempo, quizá demasiado, tras una cena tranquila y sin discusión de por medio, se lo dije. Él se quedó perplejo. A esas alturas ya sabía que no podía hacer nada, que sus amenazas ya no tenían poder sobre mí, que nada de lo que dijera me haría cambiar de opinión. Después de aquello vinieron muchas semanas de llantos, de súplicas, de reproches por haberle destrozado la vida, de verle mendigar mi perdón, y también de aguantar sus habituales cabreos, desplantes y faltas de respeto. Me preguntaba a mí misma “¿Cuánto va a durar esto? ¿Cuánto tiempo más voy a pasarlo mal?”, pero lo cierto es que ya llevaba mucho tiempo pasándolo mal, y ahora simplemente empezaba la cuenta atrás para dejar de sufrir.
Me ocupé yo misma de arreglar todos los papeles, de contactar con una abogada para los dos, de hacer frente a las costas del procedimiento. No quería que fuera diciendo por ahí que le había robado nada, así que lo dividí todo de manera igualitaria, e incluso favorable para él, diría yo, pero me daba igual, no quería nada suyo, solo quería que mi hija y yo nos libráramos de él. Las cosas materiales no son importantes, pero las secuelas emocionales sí, y cuanto antes solucionara todo, sería mejor para ambas. Evidentemente, la custodia de nuestra hija fue para mí, porque era lo justo y porque era lo que ella quería. Él seguirá siendo su padre, y tendré que lidiar con él en muchos aspectos, lo sé, pero ya desde fuera, en igualdad de condiciones, y sintiéndome yo mucho más fuerte. Porque cuando sabes que una persona ya no es importante en tu vida, te da igual lo que piense y te liberas de toda la culpa.
Ahora ha pasado el tiempo y ya puedo hablar de ello sin que se me encoja el cuerpo. Muchas veces me digo a mí misma que esperé demasiado, veo a mi hija y pienso en todo el sufrimiento que podría haberle evitado, pero no me gusta enredarme en esos pensamientos porque no me aportan nada. Lo importante es que lo hice. Y ahora me toca lidiar con las consecuencias, pero no me asusta, porque ya he aprendido a pedir ayuda, a buscar soluciones y, de nuevo, no me siento sola. Miro para atrás y no me arrepiento, no tengo remordimientos, ni me cuestiono en ningún momento la decisión que tomé, porque sé que es la correcta. Porque estoy feliz y tranquila, tengo mis problemas cotidianos, como todo el mundo, pero ya no tengo a mi lado a una persona que me hace profundamente infeliz, amargándome la vida y anulándome como persona. Y si he aprendido algo es que quiero vivir a gusto, y que no voy a admitir a mi lado a una persona que me cuestione, que no le guste como soy, que no me respete. Reconozco que tengo mis defectos, pero jamás volveré a permitir que nadie me haga sentir mal por ellos.
Así que, amiga, después de esta carta, que espero que no se te haya hecho muy larga, me voy a permitir el atrevimiento de preguntarte ¿Cómo querrías que fuera tu vida en un futuro? ¿Está él en ella? Sé honesta contigo misma, enfréntate a tus miedos, y si no eres feliz, si tu respuesta sincera es que no quieres que esté, entonces enfréntate a tus temores y camina hacia tu sueño, sin correr, sin agobiarte por cuánto durará el camino… Porque la vida es muy corta para malgastarla así, y es bastante complicada sí, pero hay lastres de los que debemos liberarnos por el camino para poder recorrerlo más ligeras. Te mereces ser feliz, y nadie debería arrebatarte ese derecho. Y pide ayuda porque, insisto, no estás sola ni nunca lo vas a estar.
Me despido de ti con el abrazo que me gustaría darte para llenarte de fuerzas, para ayudarte a salir de ese lugar en el que estás encerrada y del que mereces salir.
Marta
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