Me lo dijo la peluquera hace tiempo. Yo lo vi hace poco, recién después de la ducha, aunque no le di importancia, tal vez porque a Él le pasa lo mismo o porque soy consciente de que la rueda del tiempo no se puede parar.
Recordé al momento cuando hablé con ella, a la que hacía años que no veía, una larga melena rubia donde unas finas hebras hasta le daban el aire de princesa de libros de fantasía: si hubiera sido hombre me había quedado embobada, mirando el viento jugar entre sus dedos, mientras hacía como que quería recogerse el pelo -y sus finas hebras- en una coleta. Y eso que nunca había llevado el rubio cabello recogido: siempre largo, o en melena sobre los hombros, pero siempre del color de la ceniza blanquecina.
Así que me di cuenta hace poco, sí, e hice memoria de todos aquellos conocidos a los que les empezaba a ocurrir lo mismo. Más o menos de mi edad, casi todos mayores: primos, compañeros, casi hermanos o hermanas, todos habían compartido conmigo antes estudios en el Instituto, viajes, confidencias en un portal. Todos, sí, parece que ahora jugábamos con hebras como las de mi amiga. No era el reflejo de las lamparitas del baño, ni el luminoso del sol sobre mi corto pelo, ni
restos inexistentes de mechas rojizas, como las que hace años llevé. No.
Ya no voy a ignorarlo por más tiempo. Tengo una cana.