Un servidor, que es un enamorado de estudiar las conductas de las personas, gestos, lenguaje no verbal y corporal, sus apariciones y opiniones en redes sociales, incluso sus no manifestaciones y silencios. Suelo sumergirme en qué pueden estar pensando mis interlocutores para así descifrar el porqué de sus acciones. Inexorablemente, todo ello lleva a la obtención de unos resultados y a unas conclusiones.
Por supuesto, algo que no me cabe ninguna duda es que el ser humano es más interesado y más desentendido de los valores, cosa que cultiva o que dejamos que se cultive a más temprana edad. Hoy día, generalmente, se es más reaccionario al fracaso y sin pudor alguno, se huye del problema sin afrontarlo ni encararlo de frente.
La vida es un círculo constante de perder y ganar. No me alejo mucho de la realidad si digo que es más perder que ganar y ahí es donde surge el conflicto. Su gestión es cada vez más complicada por el argumento anteriormente esgrimido; hay una huida del problema sabiéndose ganador el sujeto que sabe que tiene refugio en los otros cientos de alternativas que se ponen en bandeja a su alrededor y si no, siempre les queda el victimismo de la alineación de los planetas contra ellos.
Pero, y cuando se gana, ¿Cómo se gestiona eso? Es tan ínfimamente pequeño ese tiempo comparándolo con las veces que perdemos que suele obnubilarse el criterio lógico.
Mucho es el empeño que ponemos en prepararnos para gestionar las derrotas en cualquier ámbito de la vida pero cuando toca ganar ahí es cuando te das cuenta de las miserias de la conducta. Aspectos como la no medición del respeto, escasa empatía, infravaloración de los méritos ajenos, absorción desmedida, acumulación de adeptos aduladores, huidores de la autocrítica, envidiosos compulsivos y borrachera de narcisismo, todo ello aderezado con una buena dosis de falsa humildad son ítems propios de este tipo de personalidades confirmadoras de no saber ganar.