Hoy publica esta viñeta el New Yorker que podrá verse impresa la primera semana de octubre, quizá por casualidad, quizá en homenaje al protagonista de Breaking Bad, la serie de televisión que ayer ha conseguido el premio de mejor secundario para Aaron Paul.
Breaking Bad es una serie que seguramente no está en el radar ni menos en el horizonte vital de la gente tranquila que usa la televisión como descanso del trabajo o cosas semejantes. Es más bien una serie que levanta sorpresas emocionales, estéticas y de conciencia moral en los espectadores.
La premisa es ésta, según la cuenta Alberto García en Diamantes en serie, dedicando cinco largas entradas a desentrañar y contrastar los valores y contravalores de Breaking Bad:
le diagnostican un cáncer de pulmón a Walter White, un profesor de instituto en New Mexico. Desorientado, se cruza con Jesse Pinkman, un desastroso ex-alumno reciclado en yonquitraficante y, por una mezcla de azar, de crisis de los cincuenta y de “cosas-que-hacer-antes-de-morir”, comienzan a producir la mejor metanfetamina al norte de la frontera.
“Doctor, mi esposa está embarazada de siete meses, con un bebé que ni siquiera planeamos. Mi hijo de 15 años tiene parálisis cerebral. Yo soy un profesor de Química extremadamente superdotado. Cuando puedo trabajar hago 43,700 dólares al año y, sin embargo, he visto cómo mis colegas y amigos me han superado en todo lo imaginable. ¡Y en 18 meses estaré muerto! ¿Y me pregunta por qué huir?” (Walter White, 2.3.).
Dos pinceladas más de Alberto García, que pueden dar sentido del panorama de popularidad o de -digamos- extraña normalidad en el hecho de que un profesor se dedique a fabricar droga: un mundo de extraña normalidad ante el que nos enfrenta la viñeta del New Yorker:
(...) la serie ha sabido crear un relato que lleva a sus personajes hasta el extremo, esa espesa zona de dilemas donde ya solo quedan salidas de emergencia y hay que elegir la menos mala. Skyler, por ejemplo, rompe sus códigos éticos para “lavar” el honor (y el dinero) de su familia, Jesse se ve obligado a apretar un gatillo y Walter va provocando un reguero de sangre con el que podrá escribir las letras de su propio epitafio. Parece que la última parada de esta aventura solo puede ser el cementerio. ¿O no?
(...) Y, aun así, el greatest hit de los guionistas es lograr que aún sintamos afecto por un tipejo así. ¿Cómo? Por un lado, siempre está la excusa de los niños. Verle despedirse amorosamente de su pequeña hija, haber asistido a su descenso a los infiernos con la confesión a Walter Jr., saber que su cuerpo es una bomba de relojería que en cualquier momento hará crack… y algo más, siempre hay un gambito agazapado: esa fascinación que cualquier espectador siente por la astucia, por el personaje sagaz. El ingenio te gana para la causa sí o sí.