Revista Cultura y Ocio
Hay placeres que exigen una disciplina estricta para que adquieren todo su esplendor. Anoche, viendo de nuevo Intolerancia, la obra maestra muda de D.W. Griffith, me rendí ante una evidencia incontestable: había perdido toda la disciplina, se me había olvidado todo el placer que Intolerancia me produjo en su día y la contemplaba un poco como si no fuese del todo conmigo y, más que agradarme como antaño, molestase, ocupara el lugar en el que podría estar viendo otra cosa o leyendo un libro o buscando el centro del cosmos entre las sábanas. Uno considera entonces la soberanía de sus antojos y para el DVD, lo guarda todavía reverencialmente en su caja y piensa en la posibilidad de que los años me vayan distanciando de un yo antiguo, mucho más exigente que el de ahora, entusiasmado con la cultura de un modo valiente. No es una posibilidad que me preocupe. A nadie le rinde uno cuentas en estos asuntos. Tampoco si un día se embrutece el gusto y caemos en danbrowns o en jorgebucays o en michaelbays. Creo que no conduce a ningún sitio decir si lee literatura rusa del diecinueve o bestsellers conspiranoicos. Ambos géneros proporcionan lo que el lector les exige. A lo que no alcanzo es a comprender con más o menos certeza las causas de este desvalimiento mío. No entiendo si es un accidente intelectual o un estado ya permanente que me transportará, sin que se evidencie roto alguno en mis costuras, del cine serio, de Lang a Bergman, de Hawks a Losey, al mainstream de las estanterías más enseñoreadas de los videoclubs. Si (continúo) dejaré a Chesterton en un anaquel muy alto, de no fácil acceso, y bajaré a Glenn Cooper, del que tengo una edición de bolsillo de una novela sobre bibliotecas que esconden en sus volúmenes el mismísimo fin del mundo. Las cosas que no trascienden no requieren mayor disciplina que su consumo. Voraz ese consumo, a veces. Y de hecho, salvo que de verdad atesoren algo que las haga perdurar en la memoria, disfruta uno razonablemente con lo que no dura, con lo frívolo, con lo perecedero, con todo lo que no importa, pero entretiene. Y a Griffith, al menos anoche, ya no lo tolero. Tampoco a Bergman, probablemente. No creo que esta noche haga la prueba. No entra en mis planes echar abajo, en un lapso de tiempo, a dos pesos pesados. El peso ligero al que me afilio en pocas horas (mi alergia no me permite callejear como suelo, me recluirá en casa, me arrojará a un sillón, ay, ay) es Hannibal, una serie fantástica, una de esas cosas que piden quedarse. Voy de cabeza al tercer episodio.