Él era putero y la hubiera dejado en febrero.
Ella se dedicaba con ahínco a poner condecoraciones a sus plantas y a sus libros.
El secuestro amigdalar del niño hacía las delicias de la mejor voz de cantante de heavy metal.
Las bestias, en su ignorancia, trabajaban su compleja digestión con ojos vidriosos y fermentación estomacal.
Se podría decir que eran una familia normal y corriente. Los raros eran esos otros vecinos que vivían en el bajo. Por la ventana del patio los veían hacer videollamadas con familiares. Los intuían poniendo la mejor de sus sonrisas y todo les iba bien. Pero ellos sabían de sobra que no.
Cuando Jairo se iba los martes a desfogar, las ocho de la tarde eran todo gritos en esa casa.
El préstamo del banco ahogaba a esos vecinos bajo la ilusión de conducir un coche por encima de sus posibilidades. La sensación de asfixia quedaba maquillada bajo la comodidad de poder vivir en una casa de mierda, de las de la época de la dictadura, a cuarenta minutos del trabajo. El préstamo les permitía comprar todo lo habido y por haber en Navidad. Porque todos sabemos que cuando no podemos con más, lo compensamos colmando de cosas materiales a todo ser viviente.
Cuando Elena iba a atusar las plantas de su patio interior, no entendía nada de la vida de sus vecinos. Sin embargo, tampoco trataba de entenderlos. Ni a ellos, ni a su marido.
Hacía tiempo que ya había perdido la gracia por todas aquellas cosas que pudieran afectar a su paz. Así que su serenidad y su tranquilidad dependían de antidepresivos y ansiolíticos. Luego dicen que las drogas son malas, pero todo en su justa medida es bien recibido. Con tal de no entrar en disputas, a pesar de saber perfectamente lo de las putas, podía hacerse la invisible. Mientras que todo estuviese hecho y él se pusiese el condón, ella sería invisible, transparente.
Cuando ya tenían 36 años, a Jairo y a Elena les regalaron un bebé de juguete, el cual, si lo apretabas, lloraba con un sonido francamente estridente a la par que desagradable. El bebé ya venía con nombre, Mateo, y se convirtió en el muñeco preferido de Toby. Toby, el típico chucho rompepelotas que para llamar la atención tiene que hacer el mayor ruido posible. Carlota, el conejo, era más disimulado, aunque sus mierdas se las encontraban en el sofá, en la mesa de la cocina, en el aparador de la entrada y en todas las alfombras de la casa.
Pasaron los meses y Elena encontró un buen trabajo. Sus compañeras, ansiedad y depresión, la absorbían todos los días. Tanto levantarse por las mañanas como echarse para ir a dormir eran todo un acto de supervivencia. Elena era muy disciplinada con la medicación y, aunque no quería aceptar que la tuviese que tomar de por vida, tampoco quería tener que estar yendo a Salud Mental por necesidad. Ella sólo quería una supervisión con la que sentir que había una red por si caía otra vez.
Elena fue consciente de que no iba a dar a Jairo lo que él quería. Nunca. No quería seguir manteniendo su compromiso con él. No quería sexo. No quería ir a hacer la compra juntos. No quería cenar con su familia. No quería escuchar su televisión de fondo. No quería fregar sus platos. No lo quería a él.
Así que un día, Elena cogió sus cosas y marchó. Era jueves y Jairo se había ido de putas. Como todos los jueves.
Jairo volvió a casa y lo vio todo diferente. Pero tampoco supo qué era lo que estaba distinto. Estuvo esperando a Elena hasta las once de la noche. Momento en que decidió hacerse un sándwich e ir a dormir. Al día siguiente le sorprendió no haberse despertado con los ladridos de Toby por querer salir. Al ir a la cocina a desayunar, no pisó ninguna bolita de caca de ese estúpido conejo. Tampoco había queso de untar en la nevera. Elena se había ido. Qué alivio…
Elena se fue a su casa del pueblo, aquella que heredó de su abuela y que ningún primo quería. El dinero bien que lo querían… Allí Carlota podía disfrutar de un amplio prao donde sus cacas no iban a molestar a nadie. Toby tenía una trampilla en la puerta por donde entrar y salir a su antojo. Así que sus ladridos disminuyeron y el bebé Mateo quedó en una esquina del vallado donde se fue cuarteando a la intemperie. Mientras las inclemencias meteorológicas iban causando estragos al juguete, Elena comenzaba un nuevo negocio online. Sabía que con esfuerzo no dependería de nadie.
Jairo se vio liberado de una carga y conoció a otra chica. Parecía que esta le hacía sentirse alguien. Alguien especial. Esa nueva percepción hizo que sacara a relucir un lado que él mismo desconocía. Asumió la carga mental que supone estar al frente de una casa. Adoptaron a un chucho que sacaba todos los días a pasear largamente. Cubría sus necesidades. Cambió de trabajo y de amistades. Dejó de ir de putas y buscó tener reconocimiento en su propia casa siendo un adulto funcional.
Tras quince años de convivencia y tres desde la sutil huida de aquella ratonera, Jairo y Elena volvieron a encontrarse por la calle. Se aguantaron la mirada. No se saludaron. Él continuaba viéndose insignificante ante sus ojos eléctricos y profundos. Ella seguía sin querer tratar de entenderlo.
Los vecinos de aquella casa de mierda estaban en una tienda lowcost varios portales más allá. Se estaban comprando el mismo jersey horroroso de Navidad para hacerse una sesión de fotos amateur. Tenían que estar a la moda y seguir manteniendo un ritmo de vida que les hiciera sentirse alguien mientras trataban de entender por qué cada vez les costaba más hacer frente al préstamo.
Foto de la portada: edificio abandonado en Villamanín, León.