Los pequeños cuadernos son también muy útiles para copiar o resumir algo que uno ha leído. Curioseando un día en una biblioteca saqué un libro de una de las estanterías y encontré un pasaje de Charles Fourier, el filósofo francés utópico, sobre la Francia de la década de 1830, en el que hablaba de la falta de honradez de las transacciones comerciales, el tedio y el engaño de la vida familiar, las dificultades de los pequeños agricultores, las miserias de los pobres y casi indigentes en las grandes ciudades, los males de la codicia desnuda, el descuido del genio, el sufrimiento de los niños y ancianos, la estupidez de la guerra, los mecanismos coercitivos de la sociedad disfrazados de ley, la moral y los beneficios de la civilización. ¿no parece increíble? Pensé. Todo lo que este hombre dijo hace ciento ochenta años se podría aplicar a nosotros hoy en día. No tuve más remedio que escribirlo para demostrar a mis amigos que nada cambia nunca.
Inevitablemente, nadie, incluyendo su dueño, hojea su cuaderno años o incluso meses después, porque va a desconcertarse o avergonzarse de muchas de las entradas, aunque podría sorprenderse con otras que había olvidado (como una comida gloriosa en un restaurante por la que se tomó la molestia de detallar los platos y sus ingredientes), e impresionarse con un pasaje ocasional lo que, a falta de comillas, le hará dudar si se le puede atribuir a él mismo o a alguien mucho más inteligente y divertido. ¿Quién preguntó si hay porcentualmente más idiotas en el mundo de hoy que en las edades más tempranas de la humanidad? ¿Quién describió un libro un clásico autoerótico? ¿Quién dijo que nuestra ceguera nos impide ver nuestra locura? ¿Quién hizo la observación de que los burros parecen tristes? ¿Quién habló de la espantosa prisión de la poesía en la lengua? ¿Quién llamó a los Estados Unidos un imperio en búsqueda de una tumba? ¿Quién comparó nuestro sistema político a un burdel, en el que nuestros funcionarios se desnudan ante su público de generales, predicadores fundamentalistas y banqueros? ¿Quién dijo que el ojo sabe cosas que la boca no puede decir?
No tengo ni idea, aunque sospecho que algunas de estas afirmaciones no son mías. ¿O podrían serlo? No voy a perder el sueño por averiguar su autoría, ya que tengo muchos cuadernos atestados de entradas similares que me desconciertan, y continúo rellenando otros, día y noche —incluso cuando como en un restaurante, en el que el personal se alarma y se vuelve más amigable porque les doy la impresión de que puedo ser un crítico culinario y se emplean duro y corren hasta mi mesa con algún plato especial del chef para mí—. Espero sinceramente que estos cuadernos que veo en las papelerías, tiendas de tarjetas y librerías sirvan para propósitos similares. Piense solamente en que, si los conserva, sus nietos podrán leer sus joyas de sabiduría dentro de cincuenta años, lo que puede resultar sumamente difícil si usted decide confinarlas únicamente a un teléfono inteligente que compró ayer.
Charles Simic
12 de octubre de 2011, 12:25 P.M.
“Cuide su pequeño cuaderno”
Días cortos y largas noches
Traducción: Nieves García Prados
Editorial: Valparaíso Ediciones
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No hay garantía de que lo que escribimos tenga calidad certificada. Recuerdo una conversación con Roberto Bolaño en la que llegamos a la siguiente conclusión: la única prueba confiable de que un texto “estaba bien” ocurría cuando nos parecía escrito por otro. Esta repentina despersonalización permite la autonomía necesaria para que una obra respire por cuenta propia. Al mismo tiempo, nos priva de la posibilidad de sentirnos orgullosos de ella, pues su mayor virtud consiste en parecer ajena. Escribir significa suplantarse, ser una voz distinta. Por eso Rimbaud pudo decir: “Yo es otro.”
Juan Villoro
“La pasión y la condena”
La utilidad del deseo
Editorial: Anagrama
Foto: Charles Simic