El transformista Antonio de Linares, antes de salir al escenario/
A medio camino entre el vaso y los labios de rojo clavel, Helena de las Mercedes deja en suspenso el melindro mojado en horchata, me clava el rejón de sus ojos negros y afirma, categórica: Se acabó. Tú te vienes con nosotras mañana al O'Barquiño. Moja de nuevo el melindro en la horchata con tal ímpetu que salpica un poco la mesa. Me dice que se alegra de que yo haya abandonado mi voluntario encierro y esté quedando otra vez con amigas a la que no veía desde hace años; celebra que ya lleve cuatro desvirtualizaciones fantásticas con gente estupenda; vale que estoy descubriendo los placeres de la cocina vegetariana y el té americano de la mano de una aguerrida zaragozana, y que sí, que es mú bonita la biblioteca del Ateneo Barcelonés, que si te quedas un ratito allí te puede dar un subidón a lo síndrome de Stendhal... pero que sigo saliendo en plan niña bien, sólo a la luz del día, y después de vuelta a casita para cenar.
A su lado, con la camisa negra a rayas plateás, gomina en el pelo negro a la garçon y ojos pardos de gacela, asiente Txus, la de los peines. Abro la boca con la intención de excusarme (la lluvia, los atascos, el cansancio...) pero en vano. Txusda un golpe en la mesa y corta de raíz cualquier posible réplica con un ni se te ocurra decir ná. Ya está bien. Tú siempre tan fisna, tan intelestuá. Desmelénate un poco, leñe.
Además -apunta Helena, mirándome de refilón- este viernes quizás venga Laia de Ubrique. ¿La poeta? pregunto. La misma. ¡Laia de Ubrique, ni más ni menos, la afamada poeta de larga melena oscura, mirada profunda perfilada en negro y labios rouge Coco Chanel! Acorralada, accedo a quedar con ellas esa noche. Helena sonríe y me indica el dress code: lentejuelas, pestañas postizas y sombra de ojos extreme. De nuevo, antes de que abra la boca, me detiene el dedo admionitorio de Txus: y no nos digas que no te vas a poner las pestañas postizas porque se te salen disparás las gafas. No puedes ir al O'Barquiño como vas a las presentaciones ésas de poesía femenina catalana. Tú déjanos a nosotras, que vas a estar divina.
Llegamos a Príncipe de Viana hacia las nueve. El espectáculo dura hasta las doce, pero se puede entrar y salir cuando un@ quiera. La planta baja es un bar donde algunos señores de barriga generosa se toman sus cervezas en la barra y miran a otros que juegan a dominó en la mesa del fondo. Pasamos de largo la barra - ¡coño, Manolo, hoy viene gente de categoría!- y subimos al escenario de la primera planta por una escalera estrecha, pero en buen estado.
La sala está hasta los topes. Los altavoces van haciendo ambiente con canciones tipo Los del Río a todo volumen. La media de edad oscila entre los cuarenta y los sesenta. Observo a una señora rubia de pelo corto sentada cerca de la cortina roja del escenario; lleva sombra de ojos verde y luce un generoso sobrepeso enfundada en un vestido rojo, de tela brillante. Me pregunto si actuará o si forma parte del público, como nosotras. En la mesa de la izquierda, un par de chicos llevan camisa y pantalón, pero los ojos muy pintados, y en la de la derecha un par de mujeres de treinta y pico -jersey negro a topos blancos una, pendientes rojos de gitana la otra- se besan entre risas, felices. Muy cerca, un guapo chico, atlético y de barba negra, habla animadamente con una chica morena y delgada. Lleva un vestido corto negro, sin brillos, pero con el hombro al aire (la chica, no el chico con barba, aunque aquí también sería posible).
El camarero nos da la mejor mesa para cuatro, en primera fila, y en un momento ya tenemos las cervezas, la tortilla de patatas y los calamares a la romana (¡buenísimos!). Las paredes están llenas de fotografías y carteles. En alguno de ellos aparecen los mismos artistas que actuarán en unos momentos, pero treinta años atrás. Pronto llega Manolo Carrión, presentador y alma mater del espectáculo, con la sonrisa amplia y un tupé ya legendario, dándonos la bienvenida.
Fotografía de Eva Gutiérrez Pardina (CC BY 3.0)
No hay distancia entre las mesas y el escenario, los artistas pasan rozando al público por entre las mesas. Me gusta. La Caramelos es la primera en actuar. Tiene tres hijas y de día se gana la vida como lampista, pero ciertas noches se pinta los labios de rojo y se viste de faralaes para cantar coplas frente a su público. Tiene gracia y se nota que lo vive a tope. El público corea las canciones, son habituales que se las saben de memoria. Nos unimos a las palmas y acabamos cantando El polvorete ("Quién pudiera tener la dicha que tiene el gaaaaalloooooo, / el gallo subeeeeee/ echa su polvorete, / ratacatápuchín / y se sacudeeeeee") . Hay muy buen ambiente, es gente de barrio que tiene ganas de pasarlo bien, de fumarse un purito después de comer los domingos y tomarse unos vinos con Paquita, el Jose, Engracia y la Reme.
Fotografía de Eva Gutiérrez Pardina (CC BY 3.0)
Van desfilando otros cantantes vestidos al uso clásico (para entendernos: con el traje de ir a misa los domingos), a excepción de uno que aparece con sombrero plateado y camisa de sela azul eléctrico. Tenemos permiso para hacerles todas las fotografías que queramos. Uno de ellos, con traje gris, canta Tu pelo... Nooooo te lo corteeeeeeh mientrah yo vivaaaaaa, que tu pelo tieneeee parte de mi vidaaaaa Que me entieeeeeeerren con tu peeeeeeelo, tu peeeeeeelo, te lo hisieeeeeron con las alas los ángeles del sieeeeeeelo... Aplaudimos a rabiar cada vez que termina con éxito un pasaje difícil. Se le ve emocionado y feliz de contar con un público fiel que se queda en silencio, que casi no come ni le hace fotos para oírlo cantar mejor.
También actúa un chico joven, alto, atlético, con camisa blanca y tejanos gastados -parece salido de Operación Triunfo-, que canta con entusiasmo uno de los éxitos de Bustamante -Es urgente- . Brillan sus ojos a cada aplauso, mueve con garbo las caderas y se toca el flequillo una y otra vez mientras las señoras lo jaleamos como locas, nos agarramos de los pelos y le gritamos con fuerza "tío bueno" entre el cacareo general.
Los chicos con los ojos pintados que había visto al llegar y que estaban desaparecidos vuelven, pero vestidos de mujer y con el pelo suelto. Hacen un número muy divertido en plan Pimpinela, se sientan sobre las rodillas del guapo mocetón de barba negra, lo sacan al escenario...
Fotografía de Eva Gutiérrez Pardina (CC BY 3.0)
Fotografía de Eva Gutiérrez Pardina (CC BY 3.0)
Llega el momento de la estrella de la noche, el transformista Antonio de Linares. Tiene ochenta años y, entre chistes, empieza con su carta de presentación: soy Rocío Jurado de cintura para arriba y Pedro Carrasco de cintura para abajo. Reímos, empieza la música, Antonio lanza su grito de guerra, el público es todo suyo. Canta coplas con una gracia que la quisieran muchas travestis plastificadas de hoy. Las manos le vuelan, taconea y tiembla el suelo -qué energía, qué fuerza aún-, cuenta más chistes, nos reímos de pura ternura.
Termina el espectáculo entre bises, la Caramelos de nuevo, pero ahora con un traje distinto, la peluca violeta y unas plumas rojas cogidas con pasadores. Me gustan sus pendientes dorados y verdes en forma de rombos, enormes, y los zapatos de tela fucsia brillante que se hace ella misma, o él mismo, qué más da.
Pasan ya de las doce y el espectáculo llega a su fin. Pagamos en la barra 20 euros por cabeza, espectáculo, comida y bebidas todo incluído, y felicitamos a Antonio. Nos vamos las cuatro a por las últimas copas en un bar amigo donde intercambiamos impresiones, besos, risas y alguna que otra confidencia a media luz. Una noche memorable. Decididamente, saldré más por la noche. ¡Arsa!