Aquella tarde habíamos caminado por calles polvorientas que comenzaban a quedarse desiertas tras la calurosa mañana de mercado. A los lejos se veían cortinas de humo, resultado de la acción de los vecinos que, como cada tarde, quemaban los restos inservibles tras un día lleno de griterío, de colores, de olores, a veces buenos, y otras nauseabundos, ampliados éstos últimos por la húmeda sensación de vapor que recorría las calles donde el sol tiene nombre de ciudad. Las mujeres, tras un día bajo grandes sombreros de paja, volvían a llenar sus cestas con lo que no habían podido vender, y, caminando, se iban alejando en grupo, riendo, gritando, cantando, esta vez con grandes cestos y no sombreros sobre sus cabezas, bajo un suelo que desgastaba día a día sus sandalias baratas, o sus pies descalzos y cansados.
Aquella tarde tenía un sol distinto, quizás más anaranjado que otras tardes. Y los cláxones habían llenado nuestros oídos de mil y un zumbidos distintos, mientras bebíamos en vasos de plástico un “fresco” de granadina o de menta, y un puñado de cacahuetes recién tostados. Una tarde en la cual el aroma a vainilla, a clavo de olor, se iba disipando para dejar paso al olor de las hogueras, del humo, que quemaba peladuras de naranja, de plátano, cáscaras de castañas, maderas, cartón…
Parecería una tarde cualquiera. Sin embargo no lo era. Dentro de unas horas, sería Navidad.
Yo iba de vuelta a casa, en el interior de un pequeño autobús atestado de gente, en asientos estrechos, donde las manos se tocan unas con otras, el sudor se mezcla con las conversaciones, y los niños se ríen o duermen sobre el regazo de sus madres, en un griterío que tiene mil colores, tristes, alegres, diáfanos y oscuros.
Mientras el autobús subía con sus ruedas desgastadas, marcando su espacio con su claxon impetuoso, veía los árboles pasar, las gentes caminar, las iglesias cantar, los hombres luchar en un camino bajo grandes cañas de azúcar atadas con cuerdas o arrastrando carros llenos de maleza, o de frutas, a paso lento, mirando siempre hacia el frente, con sus frentes arrugadas por el sol.
Y todos sabíamos que aquella noche sería el preludio de la Navidad. El suelo, lleno de agujeros hacía trotar aquel autobús como si estuviésemos en un coche de caballos, un trote rápido que nos hacía ir de izquierda a derecha, de derecha a izquierda, en un tambaleo continuo. La jornada nos había cansado. El mar había traído veleros de una isla vecina. Y todos llevaban algo guardado, en cestos, en las manos, en el corazón.
Recordé la Navidad, aquella Navidad de turrón, de vino, de dulces de mazapán. La Navidad de mis abuelos, la de mis padres, la mía, bajo el árbol que decoraba subida a una escalera. Recordaba la cocina, la muñeca, el carbón. El olor de la Nochebuena, los villancicos en mi mente, unos villancicos cuyas voces nunca mueren, siempre son las mismas, siempre cantan esos niños como si estuviesen recitando la tabla de multiplicar, sin saber que el corazón se detiene y se engrandece al tiempo, al oírlos cantar.
Todos los que estaban en aquel estrecho autobús llevaban algo, una buena noticia, unas pocas monedas, una tristeza, un recuerdo o un deseo.
Yo llevaba esos recuerdos que emocionalmente me traían de nuevo a casa. Esos recuerdos y, también, un frasco de Navidad.
Sí, un frasco de Navidad llamado “Nuit de Noël”. Una caja conteniendo una pequeña botellita azul, que había comprado en Murra, una perfumería de la calle más céntrica de la capital. En una época como aquella, comprar un frasco antiguo de perfume era para Murra una forma de decir adiós a un tiempo de esplendor, donde la vida era completamente diferente a la que se estaba viviendo entonces, y donde el lujo ya no caminaba por su calle, que poco a poco se había ido transformando en un gran mercado de miseria.
Aquél frasco de Nuit de Noël era lo único que reflejaba el lujo de otras Navidades en aquél lugar. Al llegar a casa, esperé el momento para abrir aquella caja sellada, y descubrí un frasco que no abrí, pero cuyo interior en mi mente y en mi corazón simbolizaba la dulzura de la madre lejana y el sabor de la reunión familiar.
Nuit de Noël, creado por Caron en 1922 por Ernest Daltroff (entonces no sabía su nombre) llegaba a mis manos en un año difícil, un 1994 donde la oscuridad de las calles, la falta de agua formaban parte de la vida cotidiana. Nuit de Noël, era así, exactamente, con la diferencia de que el frasco era nuevo, nunca había sido abierto, estaba cerrado en una caja como esta. Nuevo como la nueva Navidad que iba a celebrar.
Este perfume cuidadosamente guardado en el interior contenía rosa, tuberosa, ylang ylang, sándalo…. pero nunca lo supe. Salí a las doce a la Misa del Gallo, bajo un calor sofocante, vestida con elegancia, abanico en mano, con un chal, y luego volví, y me sentí feliz por el hecho de poseer un trocito de Navidad dentro de una caja. No hubieron turrones, ni tampoco zambombas, ni calor de hogar. En su lugar hubo un aire cálido que traía efluvios de magnolias, de frituras de la calle, ecos de músicas distantes, y entré en una fiesta donde se bailaba el ritmo típico, el compás.
Con los ojos cerrados, mis pies intuitivamente seguían los pasos del bailarín que me había sacado a bailar. La música tenía una cadencia dulce, subyugante, sensual, y mis ojos seguían cerrados, mis giros, mis vueltas fluían con la música, y mis ojos, así cerrados, se iban más allá de aquella isla, cruzaban el mar, y besaban las mejillas de mis seres queridos que más tarde estarían tomando el ámbar líquido y espumoso en sendas copas de cristal.
Hoy recuerdo aquella Nochebuena gracias a ese frasco de cristal. Un frasco, como otros muchos que nunca llegué a abrir, y cuyo misterio siempre perdurará, esa magia que se rompe cuando uno es demasiado curioso. Esa magia que se transforma en rezo abrigado y cobijado en el espíritu de una Navidad calurosa, desprovista de luz artificial, llena de luz bajo las estrellas, cuyo brillo resplandece como los destellos en mi corazón de aquella botella negra de cristal.
Para finalizar, este poema que escribió mi padre, lo deseo compartir con todos vosotros-as. ¡Y os deseo UNA MUY FELIZ NAVIDAD!
DOBLE NAVIDAD
Viene la Navidad,
viene y se va,
Viene lento este bíblico biombo:
su mística mitad con ritos y plegarias
y su otra mitad con pagano fervor.
Se acerca lentamente y nos abraza
hasta acunarse en nuestro corazón.
Afuera hay una feria de belenes,
un carrusel de luces, villancicos,
y plural emoción.
Pero dentro, en la íntima textura
del alma, hay un venero
de Luz y Bendición.
Viene la Navidad:
una mitad se queda
y otra se va.
Se queda la del ágape
amoroso, de fino diapasón.
¡Y se va la del báquico banquete,
la del grueso entusiasmo y fría devoción!
Se queda esta estrella mensajera,
la que transmuta llantos en canción:
se va la del turrón y la zambomba,
la de la alegre y turbia sinrazón.
Se va la que comercia con dulces y juguetes,
¡se queda la desnuda y mágica “visión”!
Viene la Navidad,
don dos anuncios y doble compás.
¡Una mitad se queda,
y otra se va!
Rogelio Garrido Montañana
Imágenes:
Nuit de Noël