Revista Viajes
A todo aquel viajero que por vez primera llega a Alfoz del Rey siguiendo caminos equivocados –porque a Alfoz del Rey siempre se llega sin tener intención de hacerlo– le sorprende, aislado en el páramo, el alto farallón bajo el cual se organiza el caserío en una única calle. La visión de esta enorme pared de basalto en cuyas oquedades anidan buitres y cornejas llena de zozobra al viajero, tanto cuando la luna ilumina la roca negra haciendo lúgubre la noche, como cuando por el día el viento forma espirales de matojos y hojas secas que ascendiendo, vienen a chocar contra el acantilado en un oleaje al que se suma el polvo ardiente.
La fila de chopos que bordea un arroyo exhausto, es el telón arbóreo que impide la visión del pueblo para el que llega por la carretera vecinal. Muchos conductores abandonan la autovía creyendo que tal carretera, que tiene más de camino de bestias que otra cosa, es un efectivo atajo hacia Minas de Villaralto, la cabeza de partido de la comarca. Pero comprenden lo equivocado de su decisión cuando comprueban que Alfoz no es sino un culo de saco sin conexión alguna con otra población. Muchos de estos viajeros emprenden entonces la vuelta tras tomar algunas fotos del farallón, pero otros, a pesar del gesto adusto de los alfoceños cuando son preguntados sobre cualquier particular del pueblo, aparcan el coche, se apean y emprenden una excursión que, en general, se hace cortísima en cuanto se ven atosigados por los perros asilvestrados que en manadas, se congregan en las afueras.
A pesar de todo hay entusiastas a los que la presencia del farallón los sobrecoge y admira y proyectan pasar un fin de semana en Alfoz con candidez de turistas fervorosos del aire puro y las escaladas. Casi todos desisten cuando algún natural accede a responder a las preguntas e informa que en Alfoz del Rey no existe ningún establecimiento hotelero ni nada que se le parezca y que para pernoctar —los alfoceños no muestran hospitalidad alguna— hay que dirigirse a Minas y buscar allí la pensión "La Santanderina", donde por otra parte pueden encontrar postales del pueblo y llaveros que imitan garras de buitre en material plástico.
Pero hay forasteros que no se avienen con esta información y siguen dando vueltas, y fotografiando, y hurgando, y acaban en el bar de Apolonio, un tabuco oscuro adosado al farallón, donde la cerveza, a pesar del frescor del almacén ganado a la piedra negra, siempre está caliente. En el bar, Felipe el Americano rasguea el banjo abollado que se trajo de Arkansas y cuenta anécdotas de cuando estuvo por allí trabajando. Son narraciones que detiene en seco en cuanto detecta la presencia de desconocidos y es entonces cuando une su mirada torva a la de los demás parroquianos que observan a los viajeros con saña. Pero sin ser bastante, hay tozudos que siguen con las preguntas, ajenos al aviso, y por congraciarse se interesan por los posibles productos típicos que llevar a sus ciudades, sin saber que nada en Alfoz del Rey destaca lo suficiente como para alcanzar la distinción de típico salvo unos melones, pequeños y desabridos, que en los pueblos de alrededor utilizan como símil de lo risible. Ser más tonto, más bobo, más sin gracia, que un melón de Alfoz, es lo que se suele decir en la comarca, algo que claro está, molesta mucho a los alfoceños.
Para los más recalcitrantes con las preguntas, para las familias de turistas vencidas por la curiosidad, los habituales del tabuco utilizan un código interno y silente, compuesto sólo de miradas, con el que dan permiso a Apolonio para servir unas cervezas a los padres y unos refrescos a los nenes, tras lo que toda la familia forastera respira tranquila. Después, cabeceando y alzando las cejas, los visitantes se solidarizan con Apolonio cuando les cuenta el fastidio que representan los ecologistas de Minas, a los que culpan de que les hayan prohibido cazar buitres, una actividad tradicional con la que no hacían daño a nadie y que a falta de la cual, los festejos de San Juan se deslucen bastante, o puntualiza con cierto orgullo que el farallón mide casi trescientos metros de largo y se eleva hasta los setenta, aunque por el contrario, tal circunstancia natural impide que llegue a Alfoz la señal televisiva y que los teléfonos móviles tengan cobertura. En este punto de las confidencias y por lo general, Felipe el Americano rasguea su banjo y adapta al sonido chocante su voz cascajosa para improvisar ante los viajeros alguna antigua serranilla.
Si vas a Alfoz, morena,
recógete la falda que se te vuela.
Morena, si vas a Alfoz,
recógete la falda y el polisón.
Estos detalles de cultura popular entusiasman a los visitantes que, incansables, hacen uso de nuevo de las cámaras fotográficas junto con peticiones de sonrisas y ordenan a Apolonio otras rondas de cerveza —que al final son muchas porque los precios no tienen competencia con los de la ciudad— y acomodan a los niños en unos taburetes para que devoren unos bocadillos de sardinas en aceite que prepara una viejecilla sarmentosa. Pero sobre el tipismo, las historias y los cantes, los forasteros se sienten afortunados al saber que su visita ha coincidido sin planearlo con la víspera de San Juan, la noche más esperada por todos los alfoceños, los mismos que van llenando el bar de forma atronadora, algo que si en principio resulta a los forasteros una muestra más de alegre folclorismo, al cabo de unas horas se convierte en molesto, sobre todo cuando la concurrida clientela comienza a tomarse unas confianzas que llegan a hacerse inadmisibles: obligan a beber a los visitantes la tela de saco licuada que es el vinazo de Apolonio, e incluso un grupo encabezado por Felipe el Americano rodea a la mujer para dar comienzo a unas atenciones que en pocos minutos se convierten en tocamientos y restriegues que la alarman, aunque el marido toma aquella turbamulta por un nuevo y extraño baile que añade aún más preocupación al haber sido informado por cualquier lugareño que el farallón que marca el devenir del pueblo y las vidas de sus habitantes, se conoce como El Despeñadero; y es de esta manera, con el miedo recién nacido, cuando se explica el porqué del montón de coches quemados, hechos chatarra y tomados de óxido que se sitúa al pie del precipicio junto a huesos igualmente calcinados que creían restos de las presas de los buitres. Así que para cuando los sacan al exterior tras el encierro en el almacén ya arde la hoguera en la noche esperada, aterrando el chisporroteo ascendente a las alimañas voladoras, y cuando los introducen a todos en su propia autocaravana para comenzar la subida por el camino practicable del norte, los niños, divertidos pese a todo, dicen tener mucha sed por culpa de los bocadillos de sardinas.
© Sap, 2008
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