
Evaristo
Valcárcel caminaba sin rumbo fijo aquella fría noche por las
afueras de la ciudad. Era un 24 de diciembre. Iba distraído,
pensando en sus cosas, con las manos en los bolsillos. En la derecha
llevaba una navaja cerrada. Se debatía entre atracar a alguien,
asaltar algún chalet desprotegido o irse a casa a ver el programa
especial de Nochebuena y de paso beberse un cartón de vino.
En
esas cavilaciones andaba cuando, de pronto, una luz blanca
intensísima le vino desde lo alto. Evaristo, sorprendido y confuso,
se quedó paralizado.
—¡Ostras, tú! —exclamó—
¡Vaya nivel de voltios que se gastan algunos!
Descartando
enseguida, por su posición, que se tratara de las luces de un coche
patrulla, no podía dar crédito a sus ojos cuando vio que, encima de
su cabeza, como a diez o doce metros, había un artefacto ovalado de
cuyo centro inferior emanaba la potente luz. Súbitamente notó que
tiraban de él hacia arriba. Una fuerza extraña, a modo de imán, lo
absorbía y le hizo despegar del suelo como si se elevara en un
ascensor invisible. La panza del cacharro aquel se abrió para acoger
a Evaristo que, como el lector ya habrá imaginado, acababa de ser
abducido.
Nada más subir, le llamó la atención una
enorme sala circular llena de aparatos extraños y cachivaches nunca
vistos. En ella, un diminuto ser, un hombrecillo de color azulado, de
cabeza gorda, un solo ojo y una especie de trompetilla a modo de
nariz, parecía darle la bienvenida en un castellano metálico y
monocorde, sin alma ni entonación, como si hablara un robot. Estaba
claro que aquel individuo había activado el traductor
simultáneo:
—Bienvenido, amigo. Considérese en su
casa.
—¡Vaya chabolo más guapo, tronco! Esto debe costar una
pasta.
—No comprendo. La palabra «chabolo» no figura en
nuestros registros. Tampoco soy un tronco. Eso es madera de árbol:
abeto, nogal, pino, abedul, alcornoque… Pasta, tampoco: macarrones,
fideos, espaguetis… No entiendo.
—No importa. Son cosas
mías. ¿Aquí qué se bebe?
—Tenemos bebida energética —le
ofreció un vaso con un líquido color naranja.
Evaristo
echó un trago de aquel brebaje mientras miraba al hombrecillo azul
entre asombrado y divertido. Aunque la bebida aquella no tenía
contenido alcohólico le resultaba grata y relajante y le impelía a
decir sandeces.
—¿La trompetilla que tienes bajo el ojo
es de las que suenan? A ver, déjame soplar…
—Hable usted
con un poco más de respeto cuando se refiera a mis órganos
sexuales. No es una trompetilla. ¡Se trata de mi pene!
—¡Qué
tío más cachondo! Yo es que me meo.
—Bueno, terrícola,
vamos al grano, que dicen ustedes. Le hemos hecho subir a nuestra
nave para hacer un estudio completo de sus constantes vitales, tomar
mediciones, comprobar sus niveles y detectar posibles problemas.
Puede tomárselo si quiere como nuestro peculiar regalo de
Navidad.
—¿Me vais a pasar la ITV?
—Está de suerte.
Le haremos un chequeo gratuito sin tener que ir al hospital y
aguantar listas de espera. Todo rápido, de forma indolora, nada
invasiva, gracias a nuestra avanzada tecnología. Sin duda se
beneficiará de ello. Y nosotros también, porque somos científicos
que estamos estudiando la fauna del sistema solar. Y usted parece un
buen ejemplar de mamífero bípedo. Luego, cuando hayamos terminado,
le devolveremos al lugar donde le recogimos. ¡Y ya está! Ese es
nuestro regalo. ¿No está mal, verdad?
A todo esto,
Evaristo no se había percatado de que, mientras hablaba con el
extraterrestre, la trampilla inferior se había cerrado y el
artefacto volador aquel había partido del lugar a toda velocidad
hasta desaparecer en la noche. Tampoco se había dado cuenta de que
la bebida energética que le habían proporcionado llevaba disuelto
un narcótico que le dejó inconsciente el equivalente a un par de
horas terrestres.
Cuando despertó, estaba reclinado en
una especie de butacón. Delante de él el hombrecillo azulado no le
quitaba ojo.
—¿Qué tal se encuentra? Le hemos hecho
una exploración completa. Muy interesante todo. Nos han sorprendido
algunos hallazgos: los seis metros de intestino delgado, la doble
circulación sanguínea, el tamaño reducido del cerebro, etc. Ya
hemos registrado sus parámetros y solucionado algunas cosillas de
poca importancia. Le hemos extirpado un testículo porque tenía un
tumor que podría dar problemas en un futuro inmediato. También le
hemos puesto un par de implantes dentales. Muy curioso su organismo.
Con la sedación, su miembro se encoge y el glande se retrae como
cabeza de tortuga ante el peligro. El hígado lo tiene un poco
inflamado debido al alcohol. Debe dejarlo o tomarlo con moderación.
De paso le hemos tirado a la basura la navaja y los calzoncillos con
manchas marrones. Todo rápido y gratis. ¿Qué le parece?
—¿Que
me habéis hecho qué? La madre que os parió. Como me levante, no
vais a tener espacio sideral suficiente para correr. ¡Seréis
capullos! ¿Quiénes sois vosotros para andar enredando en mi
cuerpo?
—De desagradecidos está el mundo lleno. No se hizo la
miel para la boca del asno… Hay muchos bonitos refranes en su
lengua que explican su ingratitud. Pero no se preocupe que ya le
llevamos de vuelta. Estamos llegando.
—¿Y qué hago yo ahora
sin mi navaja y sin mis calzoncillos? Dejarme sin ellos es como
quitarme media identidad.
—Los calzoncillos estaba cagados y
la navaja mejor que no la vuelva a utilizar si no quiere complicarse
más la vida. ¡Bueno, ya llegamos! Prepárese para bajar. Sitúese,
por favor, en ese círculo luminoso.
—Por mí que os zurzan.
Hasta nunca. Chao.
—Adiós. Y felices fiestas, que dirían
ustedes los terrícolas.
