Desde hacía muchos años los obispos advertían a sus fieles que cada día había menos vocaciones sacerdotales en España, país que, afirmaban, había cristianizado América y otras tierras del ancho mundo.
Desde 1970 hasta finales de 2001 el número había caído el 34 por ciento y ya solo ejercían curas cada vez más viejos. Mientras Roma no autorizara el sacerdocio de las mujeres y de los hombres casados el trabajo sería cada vez menos atractivo. Ni siquiera había ya canonjías, y los sueldos eran pequeños.
Por eso, cuando llegó a la Diócesis aquel grupo de diez sacerdotes, el Obispo los envió inmediatamente a las parroquias que los esperaban ansiosas para celebrar las Navidades.
Uno de los curas quiso agradarle a su rebaño y montó un Nacimiento que presidía la primera Misa del Gallo en su nueva iglesia. Pero antes de que empezara la ceremonia, un señor muy elegante y automóvil con chófer esperándolo fuera se marchó taconeando fuerte sobre las losas.
Luego, salió también con taconeos de desaprobación una dama enjoyada y vestida de alta costura. Y como si la gente abandonara la iglesia instintivamente según su poder económico, golpearon las losas los menos ricos, hasta que el último en marchar fue un mendigo que al ir descalzo solo hizo ruido con los plásticos que llevaban sus pertenencias.
Aquel párroco había venido porque aquí ya no se ordenaban sacerdotes. Parecía que también desaparecían los creyentes, pensó. Con la iglesia vacía se puso a llorar lágrimas incoloras sobre su rostro negro.
Luego, endureció el gesto y musitó: “Estos racistas quieren que me vaya de España, pero ya tengo permiso de residencia, y ni me pueden echar ni quitarme el sueldo del Estado. Irán al infierno o, como poco, al purgatorio”.