Es una presencia extraña
Sabes que en este oficio es muy difícil mantener las manos limpias. No hay agua suficiente para lavarlas y aun así, siempre queda algo de suciedad bajo las uñas que nos recuerda que lo legal no suele coincidir con lo justo. Ayuda cuando tienes que detener a un pobre desgraciado, porque los desgraciados están tan desesperados que cometen la estupidez de atentar contra la sacrosanta propiedad privada y encima tener los cojones de encañonarte con un revólver herrumbroso que la última vez que lo dispararon fue en Santiago de Cuba y difícilmente lo podría hacer esa noche, a juzgar por cómo se agitaba en el aire su boca negra. Agarrado a su culata, un jovenzuelo delgaducho, algo demacrado que no podía ni con su propia alma y con la extraña determinación bailándole en los ojos de quien no está dispuesto a dejarse coger fácilmente. «Mejor no tentar la suerte», piensas, sabiendo que, junto a los riñones, cubierta por la chaqueta, llevas la Astra400. Es una presencia extraña, pero no hay más remedio.
una sombra se convulsiona al compás de un llanto sordo
La noche está fresca y se cuela por la única ventana de
una habitación destartalada en la que sólo hay una mesa sobre la cual están
esparcidos los restos de una cena escasa para dos, un par de sillas y algunas
cajas de madera apiladas en las que se adivinan unos sacos. La poca luz que te
permite adivinar los movimientos nerviosos del chico es la que se filtra a
través del visillo que se mece inerte, ajeno a todo cuanto está pasando. Por
unos hipidos sordos sabes que no sois los únicos. Buscas con la mirada, sin
perder de vista el cañón vacilante, de dónde proceden. Vienen de una esquina
donde una sombra se convulsiona al compás de un llanto sordo que conmueve.
Tiene algo más importante que defender que la propia vida. No puedes evitar
esbozar una sonrisa que en la oscuridad no puede ser vista. Menos mal que has
ido solo, sin uniformados de gatillo fácil que podían convertir aquello en una
carnicería innecesaria.
Decides jugártela y das un primer paso, cruzando el
umbral de la puerta. Esperas el estallido del pistolón, pero lo único que
logras es que el chico retroceda unos cuantos pasos, derribando una de las
sillas, que cae al suelo. Los sollozos son ahora más nítidos. Puedes distinguir
una carita pálida y ojerosa concentrada sobre ti. Eso pone las cosas mucho más
difíciles. El muchacho se crece, componiendo un gesto chulesco que te advierte:
«Ojito, no te pases de listo». Pero no pareces darte por aludido, porque das un
paso más. Estás tan cerca que puedes percibir el olor agrio que desprende. La
boca del revólver te roza la camisa, sin embargo, estás tranquilo. Tanto que le
dedicas una mirada a la chica, a la que las lágrimas se le han congelado,
impresionada al saber que se ha convertido en el centro de tu atención.
Intentas serenarla, a fin de cuentas esto no va con ella. De un golpe lo
desarmas y el jovenzuelo se desploma, justo a los pies de la chica, de cuya
garganta brota un grito como de animal herido que rasga el silencio de la
noche. Es una fracción de segundo en la que te pasa por la cabeza un maremagno
de ideas, y con la única con la que te quedas es con la de agacharte a recoger
el arma. La abres y estallas en una carcajada que deja a los dos asombrados.
Está descargada. La dejas caer y te das media vuelta, largándote sabiendo que a
veces, sólo a veces, no merece la pena ensuciarse la conciencia por una
nimiedad.