Edición: Navona, 2018 (trad. Marta Alcaraz; pról. Antonio Muñoz Molina)Páginas: 216ISBN: 9788417181284Precio: 21,00 €
Ahora estoy en Nueva York, sola, ya no soy un nosotros. Han pasado años, décadas, incluso. Y entonces quedas fuera del más común de los plurales, de la extraña sociedad que nace como una explanada llana y vacía y que no tarda en convertirse en una ciudad de habitaciones y garajes, con pequeños colmados en la despensa y boutiques en los armarios y un banco con vuestros nombres impresos para las transacciones comerciales. (P. 88)
La colección «Ineludibles» de Navona tiene la virtud de reunir a clásicos incontestables (Henry James, E. M. Forster, William Faulkner, Joseph Conrad…) con autores semidesconocidos, por no decir auténticas rara avis, como Elizabeth Hardwick (Lexington, 1916 – Manhattan, 2007); seguramente es en estos últimos en los que se nota más la personalidad del editor. Entrando en materia, este libro, Noches insomnes (1979), ya había sido publicado en castellano por Duomo, en esta misma traducción de Marta Alcaraz, aunque pasó tan desapercibido que bien merecía esta segunda «vida», avalada nada menos que por Antonio Muñoz Molina, que de literatura y de Nueva York sabe un rato. Tal como explica en su espléndido prólogo, esta obra pasó un tanto inadvertida en Estados Unidos en su día porque se publicó en un momento en el que predominaba otro tipo de narrativa, a saber, las tentativas de «gran novela americana», escrita por hombres como Saul Bellow, John Updike o Philip Roth. Y, ya se sabe, lo que no encaja en la corriente a menudo no se valora con justicia.Elizabeth Hardwick no encajaba. No era, para empezar, una novelista a tiempo completo: se dedicó sobre todo a la crítica literaria e impartió clases en la universidad. Escribió solo tres novelas, entre las que sobresale Noches insomnes, la última, pero no se trata de una novela al uso, sino de un texto autobiográfico, breve y fragmentado, como unos apuntes dispersos; nada que ver con el realismo que intenta abarcarlo todo en un relato cronológico. Esto ahora lo llamaríamos «autoficción», y diríamos que no tiene nada de particular o novedoso. No obstante, considerando su contexto, es una obra singular, incluso pionera: frente a la narrativa de largo aliento de los autores de mayor prestigio, publicó un libro corto, íntimo y sencillo, sin pretensiones de erigirse en un referente. El hecho de que lo firmara una mujer también resulta subrayable, no solo por sus contrastes con la literatura que entonces se estilaba entre los escritores varones, sino porque aportó uno de los primeros testimonios de una mujer como flâneuse, la mujer y su relación con el espacio urbano, con Nueva York.Es inevitable, al escribir sobre Hardwick, relacionarla con una autora posterior, Vivian Gornick (Bronx, Nueva York, 1935), una suerte de heredera que cultiva asimismo una obra personal, con los paseos y la ciudad como pilares. Tanto en Apegos feroces (1987; Sexto Piso, 2017) como en La mujer singular y la ciudad (2015; Sexto Piso, 2018), Gornick reflexiona sobre su identidad de «mujer sola / soltera» (que ella denomina «singular») y en el modo en que influye en su forma de estar en el mundo, en su afición a vagar por las avenidas, en su observación atenta del entorno. Hardwick estuvo casada más de veinte años con el poeta Robert Lowell (Boston, 1917 – Nueva York, 1977) y tuvo una hija, pero justo redactó estas Noches insomnes después de divorciarse, en una etapa en la que ya pensaba en el futuro en soledad, así que existe cierto paralelismo entre ambas autoras, como si para impregnarse de la savia de la ciudad fuera necesario ser una mujer sin ataduras, sin nadie por quien apresurarse a volver a casa. Hardwick cavila sobre la soledad de quien pierde a su pareja, pero también de asuntos como el aborto o la dificultad para huir de los orígenes (ella dejó su tierra natal, en el sur, para trasladarse al centro de Nueva York; ese fue su viaje iniciático); es decir, temas íntimos, a veces un tabú, temas que obligan a enseñar las heridas.
Elizabeth Hardwick
Quizá esto explique su curiosidad por los desamparados, los solitarios, los raros, porque ella misma se siente así. En Noches insomnes tienen cabida desde un perfil brillante de Billie Holiday en su época dorada a numerosas observaciones sobre gente anónima con quien se cruza por la calle, sin olvidar el capítulo sobre su estancia en Ámsterdam. Por variado que sea el objetivo de su mirada, sin embargo, siempre indaga en las fisuras, en la fragilidad tanto de la diva del jazz como de una criada. Huye de cualquier mitificación; al contrario, destila sosiego, empatía y sencillez, de palabras y de espíritu. Más que impresionar (en el sentido en que se suele aplicar el término), este libro acompaña. Como un susurro, como una canción. Hardwick, pese a escribir sobre sí misma, se muestra discreta, contenida; nada que ver con el exhibicionismo y la autocompasión de ahora. Tal vez por eso consigue atañer al lector y trascender la experiencia personal. No importa de qué trate el episodio; importan su estilo suavemente poético y evocador, sus reflexiones sobre las pequeñas grandes cosas de la vida, la identidad de mujer, la familia, el amor, el arte, el tiempo, Nueva York y las noches sin dormir. Un «ineludible» distinto, una manera distinta de entender la literatura.