En mitad de la noche surge, de repente, la inexplicable necesidad de escribir, de comunicarme con los seres que pueblan mi “yo” más íntimo y verdadero, ese mismo “yo” que, cuando no puede dormir, se tortura pensando en qué habrá hecho mal para que los dioses le castiguen de esa forma. Y es que nadie más cruel para mi “yo” que yo mismo. Soy el más crítico, el más directo, el más despiadado y sincero, el más honesto cuando se trata de la verdad y el más parco cuando se trata de los piropos.
Creo que para hacerme caminar funciona mejor el palo que la zanahoria, soy de esa clase de burros. Pero es que, además, creo que el palo funciona mejor para la mayoría de la gente. ¿Qué nos regala la vida para que aprendamos? Palos. ¿En qué consiste la experiencia? En palos. ¿Cuál es la causa de que no nos equivoquemos de nuevo? Los palos. Palos y más palos y aún así seguimos cayendo en los mismos errores una y otra vez. Claro que también hay gente que nace con buena estrella, a la que le sale casi todo bien, pero no es mi caso. Yo más bien pertenezco al grupo de los que están hechos mierda, de los nacidos para perder, de los que se ponen a escribir tonterías en plena madrugada porque el colchón está más duro que otras noches.
A mí la luna nunca me ha sonreído. Siempre he querido mantener una buena relación con ella y en mis sueños somos muy amigos, nos contamos secretos, nos ayudamos como buenos camaradas y nos besamos como buenos amantes, pero en la realidad siento que me mira mal, como si quisiera expulsarme de sus noches, como si me estuviese diciendo que no pertenezco a su mundo, a ese mundo poblado de maleantes y poetas, de pobre gente con insomnio y de gente pobre sin amor, de ilusionistas sin ilusiones, magos sin magia, perdedores sin heridas y ganadores sin medallas. Por eso últimamente prefiero las noches sin luna. Al amparo de la oscuridad más oscura puedo, por fin, ser yo mismo sin que mi verdadero “yo” pueda censurarme. Total, como no me ve…