Desde Frankenstein hasta Star Trek, desde la literatura más clásica hasta la innovadora ciencia ficción, la idea de crear una inteligencia sobrehumana ha planeado siempre en el imaginario colectivo.
Hay quien defiende, efectivamente, que debemos explorar los límites de la mente humana e intentar aumentar la inteligencia de nuestra especie. Sin embargo, una capacidad intelectiva que supere los límites a los que el ser humano está sometido puede desencadenar terribles consecuencias, a nivel general e individual.
La idea ha resultado tan atrayente que, hacia los años ochenta un grupo de científicos, artistas y futurólogos en EEUU constituyeron lo que se ha llamado el movimiento transhumanista. El transhumanismo apoya el empleo de las nuevas ciencias y tecnologías para incrementar las capacidades mentales y físicas del ser humano, a fin de corregir los aspectos de éste que considera indeseables o prescindibles (el dolor, la enfermedad, la vejez e incluso la muerte).
Las investigaciones en este sentido son tan audaces como peligrosas, ya que suponen una exploración que plantea debates morales, éticos, científicos, físicos, artísticos e incluso religiosos. De hecho, desde el punto de vista espiritual se ha señalado muchas veces la soberbia que se esconde tras estas aspiraciones, y se ha instado al hombre a quedar humildemente relegado a su condición de creado, evitando pretensiones de pequeño dios.
Todas estas reflexiones han sido objeto de deseo de la ficción, donde las trabas morales, éticas, religiosas o legales desaparecen y la exploración puede llevarse hasta sus últimas consecuencias.
Para ahondar en lo peligroso que sería una especie más inteligente, la revista IO9 ha entrevistado a dos expertos en el tema: el neurobiólogo Mark Changizi y el filósofo Mark Walker. Los dos coinciden en que demasiada inteligencia puede ser perjudicial y desviar nuestra atención de lo realmente importante.
Como señalan Changizi y Walker, uno de los principales problemas es el concepto de inteligencia que se desprende de estas teorías. Así, cuando se habla de incrementar la capacidad humana y expandir la inteligencia del hombre sobrepasando los límites conocidos, nunca se hace referencia a una inteligencia emocional o social, a la empatía o la sensibilidad, al instinto o la intuición.
De hecho, los expertos alertan de los riesgos de esta consideración del entendimiento humano, y consideran que un exceso de inteligencia así planteada puede llevar a comportamientos antisociales, incapacidad de adaptación e incluso psicosis. Es más, opinan que un aumento del entendimiento en términos lógicos y estructurales puede acercar al ser humano a una suerte de ordenador que no discrepa y que encaja sumiso en el sistema.
Como es comprensible, a todos nos gusta que se valore nuestra agudeza mental. El problema es que ésta, y más en el mundo tan tecnológico en que vivimos, se asocia exclusivamente a la capacidad lógica o al adecuado manejo de los ordenadores, programas informáticos o cuestiones matemáticas con demasiada frecuencia.
La inteligencia así entendida puede llevar a comportamientos antisociales, incapacidad de adaptación e incluso psicosis.
Es lo que Changizi llama la “inteligencia cerebral del ajedrez y los rompecabezas”, denominación que nos hace recordar las famosas partidas que enfrentaron al campeón del mundo de dicho juego, Gary Kasparov, con la supercomputadora de IBM Deep Blue. La versión mejorada del ordenador ganó a Kasparov en el que ha sido considerado como el mejor duelo de ajedrez de la historia, en 1997. Pero, ¿es ese tipo de inteligencia verdaderamente deseable?
Uno de los grandes problemas de nuestra era es que los avances científicos y los humanistas no han ido a la par, por lo que el ser humano se halla parado frente a un aparato complejísimo creado por él mismo –es decir, del que entiende la difícil lógica que lo gobierna y la intrincada programación en la que se basa–, pero es incapaz de relacionarse con él a nivel humano, de saber cuáles van a ser sus implicaciones en el mundo, de predecir qué consecuencias va a tener en las relaciones personales.
Mucho se ha especulado sobre mundos gobernados por robots, el hombre conquistado por su propia creación, las máquinas invadiendo el planeta. ¿Y no somos, cada vez más, personas guiadas por una minúscula máquina que nos cabe en el bolsillo, gente que anda cabizbaja ajena a lo que pasa a su alrededor, con la mirada y la atención pegadas a la pequeña pantalla, atractiva y luminosa?
Esta estrecha concepción de lo que es la inteligencia es, según Walker, increíblemente negativa. El entendimiento lógico, computacional, una altísima puntuación en un test que mida el cociente intelectual…todo ello importa, dice el experto, pero no es sino una pequeña parte del completo que deberíamos considerar como inteligencia. “Que tengas una alto cociente intelectual no significa necesariamente que tengas un instrumento universal que te ayudará a conseguir todo lo que quieras en la vida” afirma Walker, tajante.
El problema es que, como señala Changizi, cuando somos natural o instintivamente buenos en algo, “inteligencia” no es la primera palabra que nos viene a la mente. El neurobiólogo cree que no valoramos como inteligencia, aunque deberíamos hacerlo, cosas tales como llegar puntualmente al trabajo a pesar de las docenas de contratiempos, duchas, trenes, niños, cafés, autobuses y colegios que hay que solventar previamente. O como “saber qué decir, a quién y en qué tono”. El transhumanismo ensalza un concepto de inteligencia muy parecido al de los autistas prodigio, que en nada contribuye a procurarnos bienestar o felicidad.
Esta estrecha concepción de la inteligencia es, según Walker, increíblemente negativa.
El genio intratable Pablo Picasso
Es el drama del intelectual apático, del inteligente sin habilidades sociales (¿es, entonces, realmente inteligente?), de numerosos genios famosos que no fueron capaces de tener una vida afectiva estable. Recordemos, por ejemplo, a Pablo Picasso, una mente brillante y pictórica que en las distancias cortas podía resultar intratable, o a John Forbes Nash. Este matemático estadounidense, Premio Nobel de Economía, vio marcado su carácter por graves trastornos de comportamiento que le impidieron comprender a los demás y tratarlos como iguales.
Mucha gente reflexiona en torno a la idea de aumentar la inteligencia humana, pero entendiendo ésta en una definición demasiado limitada (ser un mejor matemático, físico o programador). El principal riesgo es que, si estos avances no van de la mano de progresos a nivel ético, cultural, espiritual o, en fin, humanista, todos esos hallazgos increíbles pueden ser utilizados con malos fines. Una vez más, parece que vislumbramos una película de ciencia ficción con maléficos robots, pero la realidad acaba superando la escasa imaginación humana: el invento de la bomba atómica responde, efectivamente, a una gran precisión de la agudeza humana y al desarrollo técnico de la ciencia, pero su aprobación en 1945 en lo que se conoció como la ‘Prueba Trinity’ no es sino la constatación de que no estábamos preparados a nivel humano para manejar semejante científico.
Por eso Walker señala que todos los tipos de evolución deberían ir a la par: “Si se pudiera aumentar la inteligencia, pero también la capacidad reflexiva y la modestia, tal vez la cosa podría funcionar”, indica el experto. Pero parece claro que el desarrollo de las ciencias humanas ha quedado relegado a ciertos reductos de la sociedad que no pueden competir con la imposición de la loa incondicional a los avances tecnológicos.
Changizi considera, a este respecto, que la “la inteligencia, en el uso cotidiano del término, es desproporcionada y, por lo tanto, inútil”.
Si no es la inteligencia, así entendida, lo que el ser humano debe intentar mejorar, ¿qué es entonces lo que deberíamos perfeccionar? ¿Dónde deberíamos centrar nuestra atención?
Changizi considera que la escritura, la retórica o la música son tareas que nos pueden llevar a hallazgos brillantes. Por supuesto, no se trata de la dedicación exclusiva a estas disciplinas, pero sí de que no queden relegadas a un segundo término.
La inteligencia, en el uso cotidiano del término, es desproporcionada y, por lo tanto, inútil.
Uno piensa en la integración de todos los aspectos de la vida que tenía lugar en el Renacimiento y no queda demasiado claro si el hombre evoluciona realmente en un sentido positivo. Ser capaz de ver la importancia de la vida en la polis, de los nuevos inventos, de la exploración del universo, del cuidado del espíritu y, todo ello, con el amor como base fundamental –somos, al fin y al cabo, humanos, por mucho que soñemos con robots psicodélicos– parecía conducir a mejores puertos. O, al menos, a puertos más equilibrados.
Cuando se le pregunta a Walker sobre qué debe acaparar nuestra atención, el filósofo no tiene dudas: "tenemos que intentar ser más felices, no más inteligentes". Sin embargo, uno no puede evitar pensar que tal vez el problema está precisamente en visualizar ambos términos como excluyentes.
Entendimiento y bienestar deberían ser casi equivalentes, porque una inteligencia que no tiene porque servirnos para ser más felices.
Fuente: Marta Jiménez Serrano.
C. Marco