Revista Opinión
Lo reconozco: he vivido algunos meses verdaderamente malos. Meses de angustia, con una sensación de ahogo casi físico, levantándome de madrugada sin capacidad de conciliar el sueño. He tocado la crisis, ésa que sale por los informativos, ésa que se cuela por la radio cuando voy en coche de camino al trabajo, esa que se deshace como caramelos podridos en las bocas de los clientes de las cafeterías de desayuno, he podido palparla, y era rugosa, aunque también viscosa, como un tumor dañino. Me arañaba, me hacía daño en las yemas, y sólo encontraba alivio en los ungüentos de casa: las miradas de mis hijos, los besos de mi mujer, el eco de las carcajadas retumbando entre las habitaciones, el estrépito de los dibujos animados de Clan TV, los sagrados fines de semana con sol y terrazas. Aunque reconocía que los ungüentos sólo producían un alivio temporal. Enseguida venía la noche, los desvelos, la cabeza convertida en una torpe calculadora, en una máquina aturullada e incapaz de conseguir que todo cuadrara como debía, que no hubiera grieta ni resquicio para la filtración. El abismo del empobrecimiento, de la incapacidad para seguir manteniendo este tinglado doméstico sin necesidad de mirar a mis hijos conteniendo las lágrimas. Un abismo, lo he comprendido después, en el que sólo habitaba el miedo.
Pero algo ha empezado a cambiar en mí. E inmediatamente, mientras ese algo mutaba aquí dentro, todo ha empezado a mutar a mi alrededor. Empiezo a no sentir miedo. Empiezo a pensar que el miedo no está fuera, está en mí, y que debo combatirlo desde dentro. Lo exógeno es impredecible, ignoro la dirección futura del viento. Pero la actitud del combate, la disposición a la alegría, me mantendrá seguro al abrigo y de pie.
Empiezo a rebelarme contra el pesimismo. No quiere decir que vaya a ser más complaciente y pasivo. Es sólo que caer en el pesimismo es hacer concesiones a esta puñetera crisis, a este ambiente de velatorio que sobrevuela nuestra vida cotidiana, a este temor que nos hace agachar la cabeza y obrar con pensamiento cicatero. No gastaré el dinero que no tengo, pero nadie me va a afear la alegría si es lo único que tengo, si es lo mejor que tengo.
Creo que todo empezó a cambiar el día que llevamos a los niños a la Calle del Infierno, en la Feria de Sevilla. Los niños insistían en montar en la noria. Espe también secundó la moción, aunque yo me resistía: nunca había montado en una noria, sentía vértigo con sólo mirar el avance de las cabinas. No obstante, finalmente transigí. Nos montamos los cuatro en una de las cabinas, yo a un lado, Espe arropada por los dos niños al otro. Sólo cuando me monté, comprobé el grado de deterioro de la cabina. Estaba oxidada en distintas partes, la estructura parecía de latón endeble, puro material de desguace. La reja de hierro que recubría los lados estaba despegada en su zona inferior. El suelo resultada verdaderamente poco consistente.
La noria empezó a girar. Y ya en el primer ascenso me superó el vértigo. Me agarré con todas mis fuerzas al eje y soporté como pude el descenso. Me sorprendió la naturalidad con la que los niños disfrutaban del paseo. Sonreían, sentían cosquillas, miraban a la madre y hacia fuera y sobre todo me miraban a mí, que mantenía el rostro descompuesto. Espe también me miraba, y los tres se descojonaban de mi cara, de mi pavor. Ellos sentían que no pasaba nada, ellos no se devanaban los sesos con posibles hipótesis desgraciadas. Sólo disfrutaban, y cómo, del viaje.
Pero su alegría, su placidez, su disposición a disfrutar del viaje, acabó contagiándome. Y en las últimas vueltas conseguí domeñar el miedo, transformándolo en una euforia atiborrada de muecas exageradas a lo Jim Carrey.
Cuando descendimos, ése fue el momento en que creo que empezó a ocurrir. No fue una asimilación intelectual, sino algo que ha ido calando como una intuición, como una seducción, a lo largo de los meses. El miedo es estúpido. El miedo es el único enemigo, y es un enemigo estúpido, fácil de combatir. Qué mas da la puñetera noria, lo desvencijada y precaria que parezca. Lo importante es el viaje, lo que dure el paseo. Lo importante es seguir sobrevolando el aire, aguantando las curvas, sin dejar de tocarnos y reconocernos, sin dejar de mirarnos entre sonrisas. Lo demás es miedo.