Se miró al mismo espejo de todos los días y se vio reflejado igual que siempre: ni feo ni guapo, ni alto ni bajo, ni gordo ni delgado. Repitió las operaciones diarias de lavado y afeitado de manera mecánica, absolutamente consciente en aquella mañana que no iba a conseguir mejorar o empeorar su aspecto, por mucho que se esforzara, en ninguna de las dos direcciones. Se vistió, con ropa más o menos normal, ni de moda ni lo contrario, ni demasiado formal ni informal, sin frases ingeniosas en el pecho o marcas conocidas en las etiquetas. Pasó brevemente por la cocina para recoger el cuchillo y salió de casa. No recordaba bien ni el mes ni el día de la semana que eran, quizás sumido en la confianza de que la cotidaniedad del cuerpo asumía ese tipo de cosas, quizás en la desesperanza de que un día terminaba siempre por ser igual que el anterior. Podía ser otoño o primavera, aunque en realidad diera lo mismo, porque la mayor parte del tiempo se encontraba bajo techo, ya fuera de casa, del coche o del trabajo. Las calefacciones y los aires acondicionados hacían el resto, igualando un día a otro, y los fines de semana o las vacaciones se terminaban perdiendo en la inmensidad de los lunes, en la distancia insalvable de los martes, en el anodino medio de los miércoles, en la inútil presencia de los jueves, en los marrones inevitables de los viernes.
Pensaba en ello mientras conducía hacía la oficina. En su vida. Últimamente lo hacía bastante. Pero no en las grandes palabras, como futuro, vejez, destino, y esas cosas… sino en las pequeñas. En esa especia de normalidad lineal que le rodeaba. Esa que hacía que nunca hubiera logrado tardar tres horas en ir a Valencia en coche, parando o sin parar, cómo le comentaban tantos amigos cada veraneo o puente, mirándole con esa cara de que aquello era lo más normal del mundo. La misma cara con la que le contaban que el sistema para haber conseguido el flamante móvil que exhibían, apostando de farol a la compañía con irse si no se lo cambiaban. Él llevaba siempre un modelo normal que había conseguido a duras penas por la portabilidad de una marca a otra cada vez. Y cada vez le habían contestado, al amenazar con aceptar la imaginaria oferta de la competencia, que era muy libre de hacerlo. Tampoco jamás había logrado viajar a Praga, Roma o Edimburgo por 10 euros, como afirmaba hacerlo orgullosa la recepcionista de su empresa, o dejar las camisas manchadas con tinta como nuevas por una cuasi milagrosa mezcla hecha de alcohol, limón, bicarbonato y no sé que ingrediente. Y hablando de ingredientes, nunca encontraba en su supermercado ese ingrediente rarísimo de todas las recetas de cocina, que todo el mundo había encontrado tan fácilmente y que siempre parecía estar “en todas partes”. De la misma manera jamás había adelgazado con una dieta, ni había logrado reparar ningún electrodoméstico viendo Youtube, ni tampoco, por supuesto, había logrado ver los partidos de liga “sin ningún problema”, desde el ordenador o el móvil con una página pirata. Todo era normal en él, rodeado de fantásticas experiencias que siempre le ocurrían a otro.
Pero esta vez estaba decidido a cambiar, a mover pieza, a modificar el guión. Bajó la ventanilla del coche, asegurándose de que estaba en una calle vacía, y tiró el cuchillo fuera del coche. A su próxima víctima no la encontrarían apuñalada, como a la monótona veintena anterior. Esta vez usaría la cuerda, ni muy larga ni muy corta, ni muy gruesa ni muy fina, que llevaba siempre en el maletero.