
Una
extraña nave, tripulada por unos hombrecillos de color verde y
cabeza gorda, se dirige hacia nuestro planeta. Objetivo:
conquistarlo, colonizarlo y extraer sus riquezas.
Habían
programado también llevarse algunos símbolos culturales de la
Tierra, como Bad Bunny o Sergio Ramos, y también unos cuantos bufones para
entretenimiento durante el viaje de regreso, como Puigdemont, Milei,
Trump y Elon Musk, ya que consideraban sus declaraciones mediáticas
como rutinas humorísticas de alto nivel.
Pero
ahora lo prioritario era el abastecimiento energético. La Tierra
ofrecía interesantes recursos, entre otros: las cagarrutas de cabra,
esenciales para su industria aeroespacial dado su alto contenido en
Giliberto12, una sustancia de gran poder energético y olor a
calcetín hervido.
Los alienígenas aterrizaron en un
descampado de Albacete y bajaron de sus platillos, verdes, brillantes
y con un claro aire de superioridad moral.
Buscando establecer vías pacíficas de colonización, intentaron identificar al líder supremo de la Tierra. Confundieron a un burro con el presidente planetario, tras analizar que el tamaño de las orejas era señal de autoridad. El burro rebuznó con intensidad. Ellos lo interpretaron como un discurso diplomático, lo aplaudieron de pie y le ofrecieron un tratado de paz, cuatrocientas toneladas de heno y el control total del sistema solar. El burro defecó. Lo tomaron como firma oficial del acuerdo.
Luego
se toparon con el tío Eulogio, un pastor con la dentadura
recauchutada por los años y la dieta basada en morcilla, chorizo y
panceta de matanza casera.
Los extraterrestres se frotaron
las manos ( cinco cada uno) cuando vieron la enorme piara de cabras
que pacía plácidamente en aquel prado y que, sin duda, era
propiedad del lugareño aquel que les miraba fijamente con más
desconfianza que curiosidad.
Intentaron comunicarse con él
a través de su idioma nativo: flatulencias codificadas. Cada pedo
tenía un matiz: saludo, amenaza, proposición indecente, o receta de
plato típico intergaláctico. El problema vino cuando uno de los
marcianos soltó un pedo diplomático tan potente que desintegró el
reloj del ayuntamiento, tres buzones y la boina del tío
Eulogio.
—¡Ahí va, la hostia! ¡Eso es un pedo, y no
los que se casca mi suegra!
Tras los saludos de cortesía
por ambas partes, los diminutos seres verdes, sin permiso del
terrícola, procedieron a instalar sus extractores anales automáticos
de cagarrutas en las cabras locales.
—¡Eh,
cara de sapo! ¡A la Belinda ni me la toques, que te endiño una
leche que te pongo las antenas en el cogote !
Entonces,
ocurrió lo imposible: una cabra se tiró un pedo tan tremendo que
invirtió el campo magnético de la Tierra. La nave fue absorbida por
su propio trasero propulsor y se plegó sobre sí misma como un
sofá-cama mal cerrado. Los alienígenas desaparecieron en una nube
con aroma a coliflor hervida.
La Humanidad pudo respirar
tranquila. Se había librado de una gran amenaza exterior. Cuando se
corrió la voz de este hecho inaudito, las cabras fueron declaradas
patrimonio nacional y se erigió una estatua de Belinda en bronce
macizo en medio de una rotonda, donde aún hoy muchos juran que, de
vez en cuando, se oye una flatulencia al pasar.
