Nos parece que todas las cosas se componen de la afirmación y de la negación: finita la primera, infinita la segunda. La afirmación indica el ser, la negación el no-ser. El hombre, en efecto, es por sí y necesariamente animal racional, y por sí y necesariamente no asno, no buey, no piedra, no cielo; y está rodeado, como decíamos, de una negación infinita. Si fuera contingente la siguiente proposición: “el hombre no es asno”, entonces el hombre podría ser o no ser asno, como ser o no ser blanco; y esto es igualmente claro en las demás cosas.
En verdad Dios con su palabra ha creado todo, diciendo que fuera y dando el ser, como enseña el sapientísimo Moisés; antes, por tanto, fue la nada. Cuando las cosas recibieron el ser no perdieron totalmente la propia nada, porque no recibieron todo el ser; de donde proviene que todas las cosas por su naturaleza tiendan a la nada, como dice San Agustín en el De cognitione vera vitae; por ello dejan de existir y se mudan. Dios, en efecto, no permite que su entidad, que él ha dado, se extinga en la nada y sea rebasada por el no-ente; y por este motivo, cuando las cosas tienden al no-ente, no son recibidas por él, sino que vienen a mudarse en otro ente. De hecho, la esfera del ente es infinita y no permite que nada salga de ella. Dios puede permitir la mudanza en pos de lo mejor, a fin de que su idea sea representada y comunicada de innumerables modos, pues nada es más perfecto que esto.
Campanella