Busco por toda la ciudad un lugar donde llorar, pero no lo encuentro nunca. Hay mucho ruido, mucha gente. No puedo dejar que vean mis lágrimas, ya las ha visto demasiadas veces esta ciudad. Camino rápido, con el mismo calzado que llevaba una de las veces que me dejó, por la misma acera, cuando le pedí mi ropa y se fue con la moto porque tenía prisa, casi sin hablarme, casi sin mirarme.
No me queda ningún escondite en esta ciudad. Por la mañana, le digo que me encanta vivir aquí; ahora, lo odio, me iría bien lejos para que nadie me volviese a ver nunca más.
Me llama cuando le digo que será mejor que dejemos de hablar, pero suena enfadado, así que no sé si lo hace porque piensa en mí o solo porque le da miedo perderme, y me quiere retener unos días, meses o años más. Siento que llevamos décadas atados, yo a él y no al revés.
Sé que nunca seré como los demás, a veces me culpo por creerme tan especial, pero no lo hago a propósito, sé que no encajaré nunca si prefiero estar sola llorando en un parque a aceptar la invitación de mis compañeras de piso para ir a tomar unas cervezas. Él, en cambio, se lo toma todo a broma, cae bien a todo el mundo, siempre encontrará un plan que hacer con un grupo de personas, pero eso tampoco es lo que yo quiero porque, al final, el día que está triste o cuando le quiere explicar a alguien lo feliz que está, recurre a mí. Dice que no le juzgo, que le quiero tal y como soy. Y yo tengo a menos gente, pero los que tengo están ahí siempre. No sé si él ya forma parte de ese grupo, me sigo empeñando en creer que sí.
Paso cerca de alguien que huele a él, no a J., sino a G. Es más fácil encontrar a gente que huela como G. En el escaparate de esa librería solamente leo el apellido de un autor que no conozco, parece italiano. La gente pasea a sus perros. La luz de neón del parking de un supermercado parpadea sin descanso y me hace levantar la vista del suelo. Leo la carta de una vermutería donde un grupo de chicos parece reír mucho y miro los precios, como siempre. Me siento como esos escritores estadounidenses de los años 50 que alquilaban un apartamento cochambroso para poder escribir a solas y se alimentaban mal porque no tenían dinero y paseaban por las ciudades de Nueva York o Chicago sin una moneda en el bolsillo. Solo que yo no soy escritora, solo que yo no puedo permitirme ni vivir sola.
Cuando por fin llego a un banco vacío, las lágrimas ya no quieren salir. Pienso que le traería aquí para hacerlo con él, subirme a su regazo en un banco, las plantas colgantes tapándonos, y gemirnos en la boca. «Solo pienso en ti», me dice. O para colgar nuestra hamaca de dos árboles y sentir cómo sus brazos me rodean y me arrullan. Me acuerdo del parque de Pedralbes, de la uni, de su mano metida en mis bragas, de los ladrillos claros de ese edificio y de lo poco que nos importaba todo lo demás.
Miento, claro que me salen las lágrimas cuando llego a ese parque. Me siento en el banco más oscuro, lejos de las voces, de los malabares, de los jóvenes, de las birras. Y pienso que ya no me quieres, que solo quieres que te quiera. Me pongo todavía más triste cuando pienso en ayer por la mañana. Él no deja de mirar el móvil por trabajo y le pregunto si siempre hace eso. Me responde que sí. Él se ríe, me abraza, pero no me escucha. Y mis ojos se hunden cada vez más, en sus cuencas y en el suelo. No me siento con fuerzas de mirarle. Creo que no se da cuenta de que estoy triste, triste de verdad. Y que, verle solo me ha puesto más triste. Hasta que me invita a un Frankfurt y me coge de las manos y nos reímos y me mira por el espejo, lo sé. Me mira cuando me hago el moño para comer y cuando me chupo los dedos llenos de mostaza. Yo no me quiero mirar al espejo, pero lo hago un segundo y me veo las ojeras oscuras bajo los ojos. Digo que no duermo bien por los nervios del trabajo nuevo, pero creo que es por él.
Entonces, ¿piensas cada día en mí?, le pregunto y no sé si llega a asentir, pero enseguida cambia de tema. Antes no evitaba hablar de estas cosas.
En la despedida: ¿Nos podemos ver el jueves? Y sonrío y me pongo muy feliz porque querría verle cada día de mi vida, aunque sin su móvil y sin esos problemas que tiene en la cabeza.
«No rojo vino, sino morado morado», dice un chico sentado en una mesa en una terraza. Y pienso (aunque luego me arrepiento y me recrimino el pensamiento) que es gay porque ningún hetero haría un comentario así.
Te invito a cenar a mi casa el jueves, me dice G.