Llegó el cumpleaños de mi tercer hijo y le preparé de sorpresa su torta favorita. Cuando la vio, me dijo: “Mamá, ya no me gusta la torta de chocolate”. Ellos evolucionan, buscan en forma constante su propia esencia. Por otro lado, ahí estamos nosotras, intentando encontrar un lugar de tranquilidad. Los conocemos, claro, sabemos qué les gusta, sus libros favoritos, las comidas que jamás te van a rechazar, pero un día te das cuenta de que diste por sentado que no iban a cambiar. Pero lo hacen, así de repente.
Sé que también he cambiado. Mis gustos no son los mismos que a los diez, los veinte o los treinta. Lo que antes me divertía ahora me aburre o no me interesa. Cada día que pasa, algo cambia en mí. Una parte importante tiene que ver con el crecimiento de mis hijos. Aprendo sobre niños, niñas y adolescentes a pasos agigantados porque ellos me exigen que siga con la crianza, que esté allí para ellos más allá de que yo crea estar lista para semejante desafío o no.
Mi hijo mayor era más introvertido, el segundo tímido, el tercero artista y la pequeña no quería muñecas. Los vemos y los etiquetamos porque es algo que nos surge sin pensarlo. También muchas veces contamos lo que no les sale tan bien, en especial cuando son chiquitos. Puede pasar que las peores etiquetas se las pongamos nosotras como madres.
En una charla hace un tiempo recomendaban cambiar las palabras que usamos para describir alguna acción de nuestros hijos. Por ejemplo, en vez de decir “mi hijo ES inquieto” pasar a una frase como “mi hijo ESTÁ inquieto”, de esa forma no condicionamos todo su ser a un comportamiento determinado.
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