Revista Opinión
Tengo a menudo la desazonante sensación de que en este país existe una única manera de tener razón (la nuestra), y muchas de estar equivocado (las de ellos). Quizá por eso es tan complicado tener debates civilizados en España. Debates (o discusiones, si fuera el caso) en que todas las opiniones y puntos de vista puedan ponerse encima de la mesa, sin que todos los presentes excluyan de mano (como inservibles, vicarias, erradas, interesadas, torticeras, partidistas, sectarias, poco informadas,...) las que no comparten.
Parece como si nos costase un esfuerzo sobrehumano llegar a entender que haya personas inteligentes, informadas, bienintencionadas, no fanáticas, cuyas conclusiones difieren de las nuestras.
Mi amigo elentir lo ilustra muy bien en un post de este lunes (No soy nacionalista; soy gallego) en su blog Contando Estrelas. Manifiesta su desconcierto porque su posición no es comprendida. Su contrariedad porque los nacionalistas se apoderan como propios del idioma y de la cultura; y su desazón porque siempre frente a los nacionalistas centrífugos aparecen presuntos nacionalistas centrípetos, que hacen suyos sus argumentos, sólo que girándolos del revés.
En mi experiencia como bloguero en el ciberespacio, he entrado en varias polémicas, poniendo encima de la mesa, con el máximo rigor, con la máxima humildad y con toda la cortesía posible, mis opiniones sobre un tema en cuestión, posiblemente discordantes con la tónica general de ese sitio. Nunca he recibido ninguna comprensión (que se delataría por la sensación de que alguien que piensa diferente que yo, entiende que puede haber gente que, noblemente y sin torpes intereses, pueda pensar diferente).
Esta polarización excluyente es particularmente grave cuando hablamos de los temas de nacionalismo político, por ejemplo. Ahí las posturas son encontradas y absolutamente excluyentes del contrario. Cualquier nacionalista (centrífugo o centrípeto, ojo), está convencido de que cualquiera que opine diferente que él, va en su contra, es un enemigo de su raza, de su credo, de su idioma, de su cultura, de su idiosincrasia, de su historia. Cree a pies juntillas que ese opinador discordante sería capaz, sin titubear, de pulsar un botón para bombardear y destruir la Plaza de la Cibeles de Madrid, o la Plaza de Cataluña de Barcelona, o la Plaza del Obradoiro de Santiago, o la Playa de la Concha de San Sebastián.
Está claro que somos esclavos (y no hemos sabido liberarnos, por el momento) de una historia reciente en que la manifestación política de los nacionalismos ha sido excluyente y totalitaria. Sólo hace falta recordar las tropelías cometidas en nombre de la España Una, Grande y Libre. Pero ese período histórico se ha superado, bueno creo que debería haberse superado.
Se instrumentalizan los idiomas y las diferentes culturas que conviven en este país, y se convierten en armas arrojadizas contra ellos, contra los otros. Construimos muros (de momento, sólo mentales y dialécticos, afortunadamente) para separarnos a nosotros de ellos, y evitar así la contaminación. Parece que nos empeñemos en ignorar un hecho fundamental: un suponer, un catalán de Tárrega, ingeniero, aficionado a la filatelia y a viajar; de su cultura, de su vivencia, de su ser, comparte un trocito con los de su misma ciudad, otro trocito con los de la provincia de Lleida, otro trocito con el resto de catalanes, otro trocito con el resto de españoles, otro trocito con el resto de europeos occidentales, otro trocito con todos los habitantes del mundo, otro trocito con todos los ingenieros, otro trocito con los aficionados a la filatelia de cualquier país, otro trocito con todos los que les guste viajar.
Si algo ha conseguido la evolución de la especie humana, separada de la del resto de los animales, es esta posibilidad multidimensional que todos tenemos. Hemos aprendido que entre todos los ingenieros del mundo, los hay de muy diversas disciplinas y con diversas experiencias en sectores muy diversos. Los hay que son autoridades en la informática, mientras que para otros eso es un infierno. Los hay que construyen puentes, mientras que otros hacen funcionar máquinas o dirigen empresas. Y entre los filatélicos los hay que se especializan en un solo país, otros que prefieren coleccionar matasellos; unos buscan las novedades, mientras otros se esfuerzan en conseguir las piezas raras del pasado. Entre los viajeros, los hay que prefieren el viaje de playa y descanso en cinco estrellas (o en un modesto apartamento), y otros que prefieren el viaje de inmersión, con la mochila a cuestas. Los hay aficionados al viaje en coche, mientras otros prefieren el ferrocarril o el avión. Incluso los hay que prefieren una u otra cosa en momentos diferentes. Hay sitio para todos.
Sin embargo, a menudo parece que, para muchos, sólo haya dos formas de ser catalán: la buena, y cualquier otra, que está equivocada. Y pongo el ejemplo de un catalán, porque es lo que soy; pero sospecho que lo mismo vale para cualquier otra nacionalidad de las llamadas históricas.
En este mundo cada vez más globalizado, más integral, donde todos los días descubrimos nuevas maravillas que conocer o que aprender, el cielo nos libre de esos nacionalismos reduccionistas, que sólo entienden el o conmigo o contra mí. Que excluyen, a menudo con ira, al que no opina exactamente como ellos, al que creen insultar llamándole españolista, por ejemplo.
Y esto lo dice un catalán que domina el idioma catalán, que lo utiliza para comunicarse con otros catalanes, que lo usa en familia, que tiene más de sesenta libros en catalán (o en valenciano, o en mallorquín, por cierto) en su biblioteca personal y que lo defiende como un bien cultural que hay que preservar y evitar que languidezca.
Pero un catalán enervado por ver cómo ciertos nacionalistas se apropian para sus propios intereses (a menudo, espúreos) de lo que, también, es mío.
Tenemos que recuperar con urgencia las escalas de grises y las gamas de colores y los matices en lo que decimos y hacemos.
Yo, personalmente, estoy convencido de que hay muchas personas inteligentes y bienintencionadas que piensan muy diferente que yo en muchas cosas. Posiblemente no pueda llegar a compartir nunca algunas de sus opiniones, pero jamás pensaré que no debieran ni existir ni que debieran callar para siempre. Solamente no podría tolerar que no me permitieran pensar diferente que ellos.
Recuperemos, por favor, el arte del debate, no excluyamos ni privemos de sus derechos a los que piensan diferente que nosotros, y nunca abordemos una discusión con el único objetivo de anular al contrario, sino con la sana idea de intentar aprender de algún punto de vista diferente, y de intentar convencer del nuestro.
Tenemos urgentemente que aprender que hay muchas personas como nosotros (quiero decir inteligentes, cultos, informados, bienintencionados, no sectarios,...), que piensan diferente que nosotros en muchos temas.
El sano intercambio con animus discendi nos enriquecerá, sin duda, a todos.
JMBA