Revista Cultura y Ocio
Sepelio de la pluma, olvido del grafito, ignorancia del cálamo... la escritura manuscrita proscrita, la letras garabateada despreciada... ya sólo efímeros caracteres en la pantalla lechosa del libro electrónico, las líneas inagotables, livianas y pulidas, asépticas...
Será nostalgia de pluma, quizá manía de viejo; pero me resisto a enterrar el punzón de la historia, la espátula afilada que marcaba los caracteres cuneiformes en la tablilla mesopotámica. Con ellos se inventó ha historia. Brindo un último homenaje al pincel egipcio, al fino mechón de pelo de camello que delineaba los bellos signos de su escritura, los fascinantes pictogramas de las paredes de sus edificios y sus bellos papiros. Reivindico el cincel contra el obelisco, los signos grabados que desafían el tiempo sobre la piedra. Evoco la imagen del cálamo, la elegancia del arabesco, la nobleza de la letra gótica con sus trazos romboidales paralelos finamente compuestos. Rescato la brocha empapada de los ideogramas chinos... Defiendo la suavidad de la pluma contra el papel, su hermosa caligrafía, el ligero deslizar de su punta sobre la delgada capa de celulosa, el brillo de la tinta antes de secarse... Añoro aquellos trazos a lápiz sobre el cuaderno infantil, o el diario adolescente, o la agenda del maduro profesional... Disfruto el sensual roce del boli de gel al deslizarse sobre el papel... Reivindico la letra con carácter (ahora arrebatada, violenta, con voluntad; a veces obcecada; pero otras con elegante y firme hermosura)
Convoco ante mí los útiles de escritura de mi vida: los antiguos plumines, los lápices infantiles, las viejas pinturas, la primera pluma en su mástil y sus gruesos tinteros insertados en la madera de la vieja mesa escolar, el primer boli bic, con su contundente forma de puro, que duraba una eternidad; mis cuadernos de caligrafía inglesa, las hojas pautadas, los plumier extensibles, los estuches de dibujo con sus compases metálicos y el delicado tiralíneas, la pluma Parker de capucha dorada, los enormes bolígrafos con minas de muchos colores... Sonrío ante los artefactos que construí: el "rotrin" fabricado con una aguja hipodérmica, el plumín de hojalata, las plumas de cálamo, la imprenta de gelatina y la subversiva vietnamita, la patata imprenta, las placas para impresión fabricadas con caucho de viejas ruedas de automóvil con relieves recortados... Los trucos que aprendí: la vuelta al plumín para una escritura superfina, la escritura en trazos paralelos y superpuestos a base de empuñar varios lápices de colores, el arco iris de pinturas... Recuerdo las soluciones caseras para los bolis atascados: el enérgico frotar de manos con la mina entre ellas para calentar la tinta, el soplar para eliminar las ocasionales burbujas, la rápida escritura en bucles y espirales para activar la diminuta bola de la punta... Conservé como un trofeo el primer boli bic que agoté, guardé en alguna parte una de las cerbatanas que construí con aquellos cilindros del bic-naranja cuya puntería y efectividad era extraordinaria. Aún recuerdo el sabor del papel cuando masticaba papelitos para hacer bolas diminutas que nos servían de bala trazadora para marcar el objetivo y luego cargar con granos de arroz la cerbatana, con la auténtica munición de guerra. Me recuerdo observando fascinado el paso de la luz entre los prismas exagonales que formaban los bic-cristal y descubriendo por primera vez la descomposición de un rayo de luz proveniente de la ventana en un diminuto arco iris. Igualmente me veo enseñando a mis hermanos pequeños la magia de desviar el chorro del grifo mediante la atracción electrostática de la funda, previamente frotada, o jugando a atraer papelitos y cabellos del compañero de delante.
Su uso intenso dejó sobre mis dedos sus huellas, aún nota la callosidad producida al asirlo durante sujeto sobre la primera falange de mi dedo corazón. Con él me entretuve en un sin fin de juegos donde él era el instrumento casi imprescindible: los ceros, la ruleta, circuitos de carreras... Con su ayuda dibujé cómic, inventé historias, redacté cartas, tomé notas, escribí mi diario... Él sería una de las tres cosas que me llevaría a una isla desierta. Siempre tendría sitio en mi mochila como parte del equipo de supervivencia. Y, si por una urgencia, que nunca por descuido, no pudiera llevarlo escribiría con un palillo entintado en el café, con el tallo de una hierba mojado en mi sangre, con el trozo de yeso sobre la pared pizarra o el trozo de carbón sobre la roca... Escribiría con tinta de limón para burlar a mis enemigos, usaría leche para confundir a sus espías, pero siempre escribiría. Porque la escritura es la encarnación de las ideas, la más poderosa arma contra el aburrimiento, la más extraordinaria transcendencia del ser humano. Ella cuenta nuestra historia. Y las viejas historias, amigo mío, esas de las que no existen imágenes, se escribieron con esos viejos instrumentos: con aquellas plumas antiguas por las que el escritor hacía fluir la tinta y su propia vida.