Respira. Toma tu biodramina antes de embarcar. Abrígate aunque sea mediados de agosto. El tiempo será cambiante (sobre todo en Svalbard). Lleva ropa cómoda. Una navaja multiusos. Los mapas actualizados. Abre la primera página de tu diario y comienza con la frase "En las orillas del fin del mundo...". Caracteres cirílicos en la carretera que te lleva hasta Kirkeness. Antes, un aeropuerto pequeño y una tromba de lluvia de bienvenida. Pocos taxis y un autobús con el conductor fumando junto a la puerta mientras revisaba, con unas pataditas, el estado de una rueda. Vas a embarcar en media hora y todavía no ha salido, el cabrón. Dentro del barco te dan la llave de tu camarote y una clase sobre qué hacer en caso de emergencia. El motor ruge y te dispones a conquistar el mar de Barents. A tocar con los dedos la aurora invisible del estío. En la primera noche te despiertas con las sacudidas de las olas. Amanece a las 2:30 y ves desde tu ventana el fantasma de Roald Amundsen, desaparecido hace casi 100 años mientras volaba, por encima de esas aguas, junto a Umberto Nobile. El Ártico se tragó su cuerpo y ahora temes que haga lo mismo con el tuyo, mientras caminas tambaleándote por la cubierta del barco. Amundsen te mira y parece que susurra: "no existe clima malo, solo sopa inadecuada". Te paras, agarrándote con fuerza a una columna de metal, y observas paralizado el horizonte de majestuosidad y belleza ante ti, con el cielo cubierto de nubes que dibujan un lugar en el que empiezas a pertenecer. Y la espuma va robando pequeñas partes de tu cara para llevárselas al mar. Una tormenta se va acercando cuando quieres hacer una foto para recordar, cuando dejes de tener memoria, que alguien, alguna vez, en alguna parte del verano, estuvo allí y pudo conectar con la eternidad de esas aguas misteriosas que mantienen atrapado a Amundsen. Por eso haces tantas fotos, para recordarte a través de imágenes que ya no te pertenecen. Y vuelves a escribir en tu diario, con esa letra loca que aprendiste a dominar en los rodeos junto a tus ángeles caídos. Escribes sobre lo escrito ya hace años, para asfaltar los recuerdos que vuelven a aparecer distorsionados en los sueños polares. Relees algunos apuntes que tomaste antes del viaje: Fuera de los límites de Longyearbyen necesitas caminar con un rifle para defenderte de los osos. Un pueblo de western en una isla sin árboles, donde un chef español prepara croquetas con carne de foca en su restaurante de lujo, a solo unos miles de kilómetros del polo Norte. En Hammerfest entraste en la iglesia católica más septentrional del mundo y también en un pequeño museo dedicado a los exploradores que se aventuraron a ir a Svalbard. Y recorres esas fotos y objetos conservados mientras suena Messy, de Lola Young, cuando los dependientes veinteañeros te cobran un imán y una postal que pegarás en tu nevera y en tu diario. Olor a piscifactoría. Barro en los zapatos. Vuelves a la cubierta para hacer más fotos. A tambalearte otra vez bajo la lluvia divisando peces voladores y un mar oscuro donde escaparon todas las mariposas que se perdieron en las guerras. Con los prismáticos buscas paisajes donde te imaginas cómo sería vivir allí en invierno. Aislados. Comunicados solo a través del mar. Lejos del ruido. Amundsen murió demasiado solo pero le siguen recordando a día de hoy miles de personas anónimas. Tu existencia, en cambio, será perecedera y fugaz como un bacalao Skrei, pero al menos vivirás en el recuerdo de la reina de las Highlands y Tromsø. Dentro del barco, una pareja de jubilados bebe té sentados junto a un ventanal, y miran en silencio el horizonte sin fin. El hogar que les espera. Recuerdas las manos de tu madre. Sus silencios compartidos con los tuyos. Esa conexión. Apúntalo en el diario, vamos. También te imaginas a ti mismo como uno de esos ancianos. Con las lumbares retorcidas con tanto meneo del barco y la cabeza llena de canciones, fotografías y diálogos en los que no puedes distinguir entre lo imaginado y lo real. Volando sobre el mar de Barents en busca del espíritu de tu yo de ahora que deambula en búsqueda de algún paraíso perdido. En un banco del puerto de Honningsvag alguien, quizás uno de los cientos de turistas que cogen esos autobuses para ir al Cabo del Norte, dejó un ejemplar en inglés de Las palmeras salvajes, de Faulkner. Decides abrirlo por el final y memorizas sus últimas líneas: "No es que pueda vivir, es que quiero. Es que yo quiero. La vieja carne al fin, por vieja que sea. Porque si la memoria existiera fuera de la carne no sería memoria porque no sabría de qué se acuerda y así cuando ella dejó de ser, la mitad de la memoria dejó de ser y si yo dejara de ser todo el recuerdo dejaría de ser. Sí, pensó. Entre la pena y la nada elijo la pena."

