Suárez representa la culminación del iusnaturalismo español y católico-jesuita. Es también el último de los grandes escritores escolásticos, siguiendo en algunos aspectos de su obra la inspiración sistemática y globalizadora de Tomás de Aquino. Su doctrina política es parte incidental en un sistema filosófico de jurisprudencia que a su vez forma parte de un sistema filosófico completo, a modo de una summatomista, cuya finalidad era representar una visión enciclopédica del derecho en todos sus aspectos, por lo cual resulta ser una sistematización de la filosofía jurídica medieval. Sus argumentos sirvieron de base para el desarrollo de las teorías democráticas modernas.
Contexto cismático
Uno de los factores antecedentes presentes en el desarrollo del pensamiento de Suárez es el cisma anglicano. Este fenómeno afectó considerablemente al mundo político de aquel momento: la cabeza de la Iglesia paso a ser propiedad de un monarca, de modo que el poder político amplió su alcance al ámbito de lo religioso, aumentando su capacidad de control y su fuerza. La situación cismática generó una discusión intelectual y filosófica sobre cuáles debían ser las relaciones entre el poder espiritual y el político. En esta polémica intervienen tanto James I que, con sus escritos, se convierte en el primer teórico del derecho divino de la monarquía, como Roberto Bellarmino y Juan de Mariana, ambos contractualistas, así como Suárez, por encargo del Papa.
Hay que considerar que la historia del cisma anglicano sufre ciertos altibajos en manos de los sucesores de Enrique VIII. Su hija María intentó restablecer el catolicismo, pero Isabel I recuperó el anglicanismo, enfrentándose a católicos y calvinistas (puritanos). También hay que contar con los intereses creados a partir del reparto de los bienes eclesiásticos confiscados entre la aristocracia, ya en tiempos de Enrique VIII. La aristocracia inglesa apoyaba el cisma.
Con James I se complica el escenario, a partir de 1606, tras la Conjuración de la Pólvora, cuyo fracaso puso en evidencia la conspiración de los católicos para destronar al rey. Esto supuso un endurecimiento del anticatolicismo, imponiendo la obligación de un juramento de fidelidad al rey en el que se reconoce que el poder espiritual está bajo la jurisdicción del poder político, y que el poder de Roma no puede interferir sobre el poder absoluto del monarca.
Suárez se opuso al absolutismo jacobino basándose en la doctrina jesuita del poder indirecto del Papa, por la que defiende el derecho del Papa a intervenir indirectamente en los asuntos políticos de las naciones. Pero defiende la separación entre los poderes político y religioso como garantía de limitación del poder político: el soberano no debe asumir ningún poder de carácter religioso. Con sus argumentos contra el absolutismo, Suárez será uno de los iniciadores teóricos, e incluso terminológicos, de los postulados democráticos modernos.
Lo social y lo político
Es importante tener en cuenta el concepto de poder y su origen, en el pensamiento de Suárez. Parte de la idea de que el poder es algo necesario, frente al llamado error judaico, que mantiene lo contrario, que un cristiano no necesita ser mandado por otro. Suárez, en cambio, considera legítimo que haya un poder político, un poder civil que ordene la vida social; un poder que sea coactivo, ya que la sociedad se compone de hombres imperfectos; en un mundo de hombres perfectos no sería necesario el poder.
Suárez distingue entre comunidad social y comunidad política. Una cosa es vivir en comunidad social y otra dotarse de un componente político. Lo social o comunitario es fruto de la naturaleza (aquí hay un avance de lo que será el estado natural en Locke, frente a la visión hobbesiana de la naturaleza antisocial del ser humano), pero lo político es fruto de un pacto necesario para asegurar esa vida social. En cierto sentido, el Estado no es una institución natural.
Además, el poder tiene un origen y naturaleza divinos (y en esto coincide con James I). El poder es otorgado por Dios y toda autoridad tiene algo de sagrado, de religioso, por lo que debe ser acatado (véase un artículo de Claude Lefort sobre este asunto, en este enlace). Pero el acatamiento del poder no supone obediencia pasiva (aquí se separaría de James I), Dado que el poder es una garantía para la naturaleza social del hombre, en tanto que ordena la vida social, el ejercicio del poder no puede ser separado de ese fin. Dios ha dado el poder a los hombres en virtud de que la naturaleza humana lo precisa para conseguir así una vida social aceptable.
En este sentido, el poder tiene un carácter divino, pero no por la voluntad de Dios, sino por la virtud de Dios, por las facultades que Dios ha puesto en el hombre. Se trata, pues, no de un origen divino explícito del poder político, sino indirecto: Dios no concede el poder a los reyes directamente, sino a través de la comunidad. Nadie, ni ninguna forma de gobierno, son sujetos de poder en el sentido de haberlo recibido directamente de Dios. Sólo Dios es sujeto de poder, sólo Dios dispone de la soberanía (en el sentido de Jacques Maritain). Ningún rey recibe el poder a través de una concesión particular de Dios, ni la monarquía tiene, como régimen, una especial predilección divina. El poder tiene un origen indirecto en Dios, y las formas políticas concretas dependen de las voluntades humanas. A las comunidades corresponde la concesión del poder, para que se gobiernen a sí mismas a través de una concesión suya a quien haya de ejercer el poder. El poder reside en la comunidad, y el rey lo recibe de ella. Los reyes sucesivos también reciben el poder de la comunidad, en virtud del primer pacto, y no directamente de sus padres, como mantienen los absolutistas.
Dado que el poder político es un instrumento de ordenación social orientado hacia el bien de la comunidad, su legitimidad radica en que cumpla estas funciones. Si un régimen es deficiente en este sentido, la comunidad tiene derecho a deshacerse de sus gobernantes y sustituirlos por otros que considere mejores (Sabine, pág. 291). La legitimidad de un gobernante radica en que sea aceptado por la comunidad. Dado el rey recibe el poder de la comunidad, lo puede perder por la voluntad de esa comunidad.
Siendo el poder expresión de la voluntad humana, no siempre es la voluntad humana la que elige las formas de poder o de gobierno, sino que toda elección esta condiciona por las circunstancias históricas. Así, dos son las manifestaciones de la legitimidad de una forma política concreta:
- Cuando se consiente la autoridad de una forma política cuyo origen se pierde en la historia, como puede ser el caso de las monarquías. Aquí se incluye la idea de que el pacto político no es un documento explícito, sino un acuerdo implícito a que se llegó en momentos en que no había escritura.
- Elección libre de la forma y la persona, mediante instituciones políticas. La comunidad elige a sus gobernantes y ya no puede recuperar el poder cedido, aunque pueda poner condiciones para aceptar a esos gobernantes y seguir obedeciéndoles (legitimidad como consentimiento).
El pacto o contrato
En este punto es importante la noción de pacto, en el cual se establecen las condiciones particulares para la concesión del poder comunitario s los gobernantes, con sus propios límites, cuyo olvido por los gobernantes justificaría la rebelión del pueblo contra ellos.
La historia muestra que, sin embargo, no es el pacto la manera habitual del otorgar el consentimiento de una comunidad hacia quien detenta el poder, sino que es la violencia y la guerra. El poder siempre se instala con una cierta violencia y su legitimación depende más del consentimiento tácito que de la existencia de un pacto explícito. Lo deseable es el pacto, pero la realidad es la violencia.
El consentimiento tácito legitima incluso al tirano. Y si hay un consentimiento histórico hacia sus sucesores, ese poder ya tiene cierta legitimación, que quizás se pierde en la historia. La permanencia en el poder es por de sí un signo de legitimidad (como Aristóteles señala). Un régimen no consentido es un régimen precario, rodeado de enemistados y obligado a usar el poder con exceso, precarizándose cada vez más.
De manera que podemos hablar de los límites del poder político, condicionados por la relación de consentimiento entre el pueblo o comunidad y los órganos del poder. El derecho de limitar el poder de los gobernantes hasta llegar a la desobediencia y el tiranicidio se deriva de las anteriores premisas: el poder del gobernante deriva del pacto que la comunidad ha hecho con él o con sus antecesores, para que actúe siempre en vistas al bien de la comunidad. Este contrato debe ser cumplido por el gobernante, y en él se establecen los límites de sus atribuciones, lo que la comunidad se guarda para sí, e incluso las condiciones para la sucesión en el poder. Esto último no es una atribución de quien ejerce el poder, como pretenden los absolutistas, arguyendo la relación entre herencia-sangre-concesión divina directa.
En cuanto a la desobediencia si el gobernante no cumple con las condiciones del pacto, en su Defensio fidei Suárez proclama la posibilidad de que el ciudadano se resista ante los abusos del poder político, sobre todo en lo que respecta a la conciencia (derecho natural). La conciencia, entendida por Suárez como origen moral del poder, justificaría los actos de desobediencia civil cuando el gobernante abuse de sus prerrogativas.
Por estas ideas, Suárez fue acusado de apología del soberano (tiranicidio), en un momento en que el absolutismo comenzaba a extenderse en los estados nacionales modernos. Su oposición a las pretensiones monárquicas de adquirir más poder se basa en una visión contractualista y comunitarista de la sociedad civil, como conjunto de hombres que son capaces de satisfacer sus necesidades materiales en común y que, por lo tanto, tiene el poder natural de gobernarse a sí mismo (Sabine, pág. 290).
Iglesia y Estado
En cuanto a las relaciones entre la Iglesia y el Estado, Suárez postula que la religión cristiana es una institución universal, de la que el Papa es un jefe moral y espiritual, portavoz de la unidad moral de la humanidad, de la comunidad universal de los hombres. En este sentido, Suárez analiza en qué plano ha de darse la relación entre la Iglesia y los estados cristianos, dando cuenta de qué poderes disponen cada uno de ellos, y en qué unos pueden estar subordinados a otros.
El Estado es nacional y particular, frente al carácter universal de la Iglesia. Su origen es humano, creación del hombre que, llevado por sus necesidades establece un pacto entre sus semejantes, acordando regirse de tal modo y erigiendo una autoridad que gobierne y controle el orden social, ateniéndose esa autoridad al pacto mismo. Este postulado contractualista se justifica en tanto que el pacto es un hecho natural que no depende de Dios, sino de la naturaleza humana. Lo que además condiciona al Estado en tanto que determina el ámbito del ejercicio de su poder, que deriva directamente de la comunidad y no de Dios. Estado e Iglesia son, pues, independientes. La Iglesia no debe inmiscuirse en lo político propiamente dicho, y todo gobernante ha de obrar con independencia del Papa. Pero los estados deben aceptar un poder indirecto del Papa sobre los monarcas, gobiernos y leyes, en aquello que afecte a fines morales y espirituales de los Estados. Ésta es la cuña de poder que Suárez permite a la Iglesia en los Estados, de una manera semejante a Bellarmino.
Aportación al derecho natural
Para Suárez, la ley natural procede de la ley divina, inmutable, eterna, y está al alcance de la razón humana. La ley natural sería una concreción de lo divino. A diferencia de otros iusnaturalistas, como Vázquez, otorga a la ley natural una gran amplitud de aplicación en los asuntos humanos, incluso el derecho de gentes. Pero estos principios básicos del derecho deben ser aplicados con ayuda del derecho positivo (concreción de lo natural en lo positivo), que permite adaptarlas a las diversas circunstancias que se dan entre los hombres. Pero sin olvidar que el derecho positivo depende de la ley natural, encaminada al bien común.
La idea es que la ley natural no puede ser modificada por la legislación humana, ni por el Papa ni por Dios. Por eso, el derecho natural es el canon, la referencia para el derecho positivo, tanto constitucional como civil, y como internacional. Lo que supone, además, un concepto de estado sometido al imperio de la ley, derivando ésta de la ley natural. Así, su idea del Estado es más jurídica que política, en un intento de contrarrestar el enfoque de Maquiavelo.
De esta concepción deriva su idea del derecho internacional, sobre la base de una comunidad universal. Para Suárez, los estados han de velar por el bien del pueblo, tanto en su sentido interno (nacional) como externo (internacional), es decir, que han de ocuparse del bien común de todos los hombres. Este universalismo, compartido con Vitoria, se basa en la idea de que “por mucho que la humanidad esté dividida en una multiplicidad de organizaciones políticas, forma en realidad una sola comunidad de individuos iguales.”
BIBLIOGRAFÍA
Giner, S., Historia del pensamiento social. Barcelona, Ariel, 1975 [1967].
Sabine, G., Historia de la teoría política, Madrid, FCE, 1986 [1937].