Texto: Salman Rushdie. ABCD.es. 02.03.2010 – Número: 938.
Saligia. La imagino como un esperpento de Fellini, voluminosa y carnosa, que se bambolea cuando ríe. La cámara cae hacia ella y ofrece su inmenso pecho. Tiene una mala dentadura y un pelo negro grasiento y estirado hacia atrás en una coleta. Si estuviera esculpida, el artista tendría que ser el colombiano Fernando Botero. Aterroriza a los chicos adolescentes, quizás en Rímini, o en una ciudad parecida, pero esos mismos adolescentes también se sienten inexorablemente atraídos por ella, por el perfume de sus poderosos pechos. Les inicia en los misterios de la carne y sus hermanas son Cabiria y Volpina y el resto. Alarga sus brazos hacia nosotros y estamos perdidos.
Probablemente nació en el siglo XIII y aparece impresa en 1271, en la Summa Hostiensis, obra de un tal Henricus de Bartholomaeis, un hombre del puerto de Ostia, donde, siglos más tarde, la prostituta Cabiria ejercería su oficio por la noche en la película de Fellini. Bartholomaeis creó a Saligia mediante la revisión del orden tradicional de los siete pecados capitales, orden que se estableció en el siglo VI d. C. en la Magna Moralia de Gregorio el Grande: Superbia, Invidia, Ira, Avaritia, Accidia, Gula, Luxuria. Soberbia, Envidia, Ira, Avaricia, Pereza, Gula y Lujuria. Estos son sus siete elementos, pero en la relación de Gregorio -SIIAAGL- todavía no se la distingue. Es Bartholomaeis quien le da la vida recomponiendo su ADN. Es su Crick y Watson, su Pigmalión. Soberbia, Avaricia, Lujuria, Envidia, Gula, Ira y Pereza: esto que percibe el hombre de Ostia es la secuencia que descifra su código genético. Superbia, Avaritia, Luxuria, Invidia, Gula, Ira, Accidia: el acrónimo trae a Saligia a una vida intensa y palpable.
Saligia. Los siete pecados capitales fundidos en uno. Y el mayor y el peor de todos ellos, al que se le concede el derecho de cerrar el espectáculo -el último lugar, el lugar más deshonroso-, es la pereza. Accidia, también conocida por Acedia o Pigritia, y sus oscuras acólitas, Tristitia, la Tristeza, y Anomie, una erosión del alma. Fellini, por supuesto, es el artista supremo de la pereza debilitadora. Su protagonista es, casi siempre, alguna clase de vitellone, un holgazán, a veces pobre y a veces próspero, pero siempre un inútil, cuya máxima encarnación es el Mastroianni de La Dolce Vita y 8 12, distante, melancólico, a la deriva, pasivo, perdido. Ahí va, Marcello el de los ojos cansados, guapo y débil, con un cigarrillo en la mano y una mujer a su lado, una mujer a la que está en trance de perder. Deambula por la Via Veneto, baja por los sucios callejones y sube otra vez hasta el mundo de la vida dulce, hasta las casas de los ricos. Vaga por lentas y decadentes fiestas, poseído por la inactividad, por la incapacidad de tomar decisiones o de avanzar en su vida, una parálisis del espíritu. Una estrella de cine embriagadora, etéreamente deseable, tontea a su lado en la Fontana de Trevi; él intenta surgir de las profundidades de su apatía para seducirla, pero fracasa, y todo lo que consigue con sus esfuerzos es que el novio de ella le dé un puñetazo en la cara, y se lo merece. A su alrededor, en los salones y restaurantes y en la ciudad nocturna del fotógrafo depredador Paparazzo, deambulan los oriundos de su mundo falto de afecto, las aburridas bellezas con expresiones vidriosas y peinados perfectos. Estas encarnaciones de la Pereza no sólo están malditas. Ya están en el Infierno, bailando entre las llamas con Saligia.
¿Es la Pereza un pecado? Un chico es enviado a un internado, en una tierra extraña, lejos de su casa. Carece del fuerte y extrovertido temperamento que abunda en esos fríos lugares; es tímido, inteligente, pequeño, desgarbado, sutil y tranquilo. En un momento comprende que ésos, cuando se juntan con su condición de extranjero, son los siete pecados capitales en la vida de los internados, y, como es culpable de los siete, se sume en la oscuridad exterior; lo que significa que, sin pronunciar una palabra o hacer algo, se convierte en impopular.
Después de unos días empieza a sentirse mal de una manera desconocida. Cuando se levanta todas las mañanas en su dormitorio, los brazos y las piernas le pesan más de lo que deberían. Le resulta realmente difícil salir de la cama y vestirse, pero una vez que ha logrado ponerse en pie, el agobiante peso adicional le abandona lentamente y puede funcionar con normalidad. Cada día, sin embargo, la pesadez matinal es peor de lo que era el día anterior y cada vez le resulta más difícil superarla.
Llega el día en que no puede levantarse de la cama. Los otros chicos del dormitorio, incluso el muchacho más mayor, que hace las veces de monitor del dormitorio, no entienden qué quiere decir cuando se queja de la pesadez; por eso, como son niños, empiezan a burlarse y a insultarle. «¡Oh, no, caramba!», gritan, burlándose atrozmente de su acento extranjero y de su supuesto desconocimiento del idioma local. «¡Oh! ¡Oh! ¡La pesadez de los miembros!».
Mientras sus compañeros brincan y dan saltos e imitan su pereza, un nuevo sentimiento se apodera del chico, y ante su sorpresa este sentimiento tiene un efecto beneficioso sobre el peso aplastante que le mantiene clavado a la cama. El nuevo sentimiento le da fuerza y expulsa de él la pesadez y el letargo, como el héroe de un antiguo cuento que puede apartar la roca a la que sus enemigos le han atado. Se levanta de la cama como un alma encendida.
El nuevo sentimiento es la cólera. Los demás chicos ven la llama de la ira en sus ojos y las burlas mueren en sus labios. Se apartan de él con precaución. A partir de ese momento comprende cómo vivir en este nuevo mundo. La ira le enciende, y hace que destaque en el colegio, en clase, al menos; y también le defiende. Sigue siendo impopular, pero ahora le tratan con cuidado, como si fuera una bomba que podría estallar si se deja caer.
Una persona religiosa podría decir que el infeliz chico usó un pecado capital para superar otro. Por lo tanto, se halla todavía en un estado pecaminoso. Su pecado le despoja de la capacidad de ser caritativo y, por lo tanto, le lleva lejos de Dios. Otro tipo de persona religiosa (no cristiana -budista o jainista-) podría aconsejarle que buscara la iluminación que proporciona al mundo el equilibrio adecuado y así crear la paz interior. Otras religiones no dudarían en salirnos con otras clases de tonterías divinas. Sin embargo, a una mente laica, gobernada por la razón, instruida por el psicoanálisis, le parece erróneo describir como pecaminoso lo que es simplemente un trastorno psicológico. La Pereza no es obra del Diablo. No es una metáfora, es una enfermedad. ¿Hace el Diablo el trabajo de las manos holgazanas? Bueno, sí, pero también hace el trabajo de las manos ocupadas. O lo haría si existiera. Pero no existe. [Continúa...]
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