- Entonces, ¿a qué coño has venido, Drew?.
Rex observaba a la mujer que estaba sentada al otro lado del escritorio. Delgada, con ojeras, el rostro demacrado y las canas bien visibles en su negro, ahora gris, pelo. Posiblemente llevase días, meses quizás, sin ocuparse un poco de su aspecto. El uniforme estaba sucio, arrugado, tan descuidado como la percha que lo vestía, y desde luego no invitaba a que Drew fuese su camarera.
Sí, ella era otro de esos. Otro desesperado que llegaba allí buscando algo que no quería encontrar, oyendo un precio que no podían pagar y saliendo sin la poca esperanza que había traído.
- Yo – dijo la pobre mujer lánguidamente – quiero lo que Smunt empeñó.
Rex la miró complacido. Se acordaba de Smunt, desde luego. Otra alma descarriada que corría como pollo sin cabeza por la Ciudad. Y recordaba el trato, ¡claro que lo recordaba!. Fue un buen trato, extraño, pero bueno al fin y al cabo, y si Rex llamaba extraño a algo era porque en todo el tiempo que llevaba regentando su Casa de Empeños, y era más de lo que el propio Rex podía recordar, ese trato había llamado su atención.
- Lo que Smunt empeñó – repitió Rex con cierta musicalidad burlona - ¿Y qué vas a darme a cambio? Porque sabes que esto no es una casa de la caridad. Aquí hacemos negocios. Si quieres algo, lo compras. Si tienes algo que me interese, te lo compro. Si quiero algo, lo tomo. Así que dime, ¿qué me ofreces a cambio de lo que Smunt me vendió?.
- Todo depende de lo que sea que te vendió.
- Claro, claro. Lo entiendo perfectamente. Su culpa. Me vendió su culpa.
Drew miró a Rex intentando que su cara de póker no se derrumbase. Quería esa culpa a toda costa pues sabía, o creía saber, que aquello le bastaría para ir a por Smunt y matarla. Se acabarían los cafés, se acabarían las noches de maldito insomnio, se acabaría todo aquello que la había llevado hasta allí. Adiós a las noches sola en cualquier hotel de carretera. Adiós a los tipos raros del Bazar. Adiós a las Pesadillas. Adiós a la Ciudad de la Locura para siempre.
- Tengo esto – dijo Drew mientras sacaba una vieja postal doblada, arrugada y algo rota – Es del sitio donde íbamos de vacaciones cuando era pequeña. Justo el verano que conocí a Smunt.
Rex sonrió. ¿Estaba ofreciéndole un simple recuerdo? ¿Un amor de verano que duró poco más que una noche?. Esta mujer debía estar bromeando.
- Quiero todo – dijo el comerciante – Todo lo anterior a ese verano. Quiero tu infancia y la adolescencia hasta el día en que conociste a nuestra amiga. Te dejaré ese recuerdo para que su culpa tenga sentido, para que lo que veas y sientas no te resulte extraño.
- Trato hecho.
Y así, en un simple apretón de manos, se cerró el trato.
De vuelta al hotel, sentada sobre la cama, abrió el frasco que contenía la culpa de Smunt y aspiró. Un olor dulzón y metálico entró por su nariz. Sintió como sus emociones se retorcían y su cabeza estaba a punto de estallar y enseguida supo por qué Smunt, aquella amiga que la había acompañado durante tanto años, aquella persona que los médicos decían que no existía, esa amiga a la que contaba todo en un diario, se había desprendido de lo que pasó aquella noche cuando llegó a casa. Supo, por fin, quién le había hecho eso a su pequeño. Fue Smunt, la otra Drew, la amiga que los médicos se empeñaron en matar y sólo consiguieron hacer más fuerte.
Tiró el frasco que le había dado Rex y corrió al baño. Se lavó la cara y se miró al espejo. Allí estaba Smunt mirándola triste, defraudada, y detrás estaba Rex, sentado en su viejo sillón riendo mientras sostenía la postal entre sus dedos. Golpeó el cristal haciéndolo añicos y gritó como nunca lo había hecho.
La policía encontró el cuerpo tirado sobre un charco de sangre. La mujer se había cortado las muñecas y el cuello con un trozo de cristal. Sería archivada como una suicida más. Drew S., otra pobre camarera devorada por la ciudad.
Nadie sabe qué es exactamente Rex. No es una Pesadilla, pero a veces actúa como tal; no es un Despertado, pero puede que alguna vez lo fuera. Lo que si se sabe es quién es Rex, y eso es lo que más temen todos.
Rex dirige la Casa de Empeños, un lugar donde acudir en la Ciudad de la Locura si quieres deshacerte de algo. ¿Lo quieres vender o lo quieres empeñar?, preguntarán los que trabajan para Rex. Si lo vendes, te darán algo a cambio que no nunca será suficiente. Si lo empeñas, no podrás pagar el precio y lo perderás. Rex nunca pierde, y eso es algo que todos saben.
Dentro de su Casa Rex es el dueño y señor de todo (Dolor: 8). Para llevar el negocio tiene contratados un decena de trabajadores, gente que en algún momento hizo un trato equivocado con él y acabaron trabajando para el Gran Timador. Estos comerciantes no suponen un peligro para los Despertados (Dolor: 2) muy al contrario que los guardias de seguridad de la tienda, auténticos desalmados que disfrutan con el dolor ajeno (Dolor: 5).
Pero además Rex ha reunido un buen número de sirvientes (Dolor: 2) que se reparten por la Ciudad de la Locura y la Ciudad Durmiente. Esta gente se encarga de propagar las nuevas adquisiciones de la Casa de Empeños entre los posibles interesados y a buscar presas fáciles, gente desesperada que busca una solución rápida a sus problemas, para que acudan allí a deshacerse de lo que les atormenta y sigan haciendo más poderoso a Rex.