Considerada por críticos como John Carey una de las obras capitales de la literatura inglesa del último cuarto del siglo XX, y recientemente recuperada por NYRB, La vida soñada de Rachel Waring es una obra maestra del humor, el horror y la locura.
Rachel Waring es una mujer feliz. Quizá demasiado. Una tía lejana le ha dejado en herencia una mansión georgiana en Bristol, y de la noche a la mañana decide romper con todo. Así que, sin pensárselo dos veces, deja atrás su aburrida vida en Londres, se despide de su trabajo de oficinista y de su deprimente compañera de piso y se transforma en la mujer que siempre quiso ser: devota del amor, la creatividad y la belleza, y siempre con una canción en los labios. Instalada en su nueva casa, Rachel contrata los servicios de un atractivo jardinero, empieza a escribir un libro e impresiona a todos con un optimismo casi insano. Sin embargo, a medida que Rachel se sumerge más y más en un mundo de lujo y de placeres, su entorno empieza a cuestionar lo excéntrico de su comportamiento y lo evidentemente enfermizo de su euforia.
Creo que su intención fue, de algún modo, tranquilizarme. Mientras la señora Pimm regresaba a su fotografía en color de un marido con mejillas iguales a las suyas, rojas como manzanas, y de tres hijas con sonrisas idiotas, mientras regresaba a sus jardines veraniegos repletos de rosas, yo caminaba pensativa hacia la parada de autobús y recordaba cómo Bridget, mientras metía la tarta en el horno, me dejaba rebañar con el dedo el cuenco donde había preparado la masa. Me acordé de cuando me contaba las películas que veía en sus días libres, y de cuando me hablaba de los dos rebeldes sobrinos que tenía en Donegal, y que pretendían casarse conmigo.
Naturalmente, pensé asimismo en mi tía abuela. Volví a oír sus descripciones de vestidos de baile -todos en tonos pastel- que giraban y giraban, y de lady Shayne, anteriormente Sarah Millick, enemiga de los convencionalismos y siempre huyendo de la felicidad (y también de la tragedia, ¿pero no sería que había sacrificado la primera para evitar la segunda?), ya canosa y con más de setenta años, pero conservando la figura juvenil y luciendo un exquisito vestido largo. Al final de la obra, debido al ensimismamiento de cuantos hasta entonces la habían rodeado, se queda sola en el escenario. Lentamente, lo recorre hasta ocupar el centro. Al principio permanece inmóvil. A continuación comienza a reír. Una risa extraña, entrecortada, desdeñosa. De pronto despliega los brazos.
Aunque mi mundo se ha venido abajo,
aunque el final se halla próximo,
os amaré hasta la muerte.