Revista Cultura y Ocio
Inocencia de Penelope Fitzgerald
Traducción de Pilar Adón Epílogo de Terence Dooley
ISBN: 978-84-15578-59-8 Encuad: Rústica Formato: 14 x 21 cm Páginas: 352 PVP: 22,75 €
La joven Chiara Ridolfi acaba de salir del colegio inglés en el que ha pasado su infancia. Al llegar a Florencia, donde viven su padre y su tía, descendientes de una antigua familia de nobles italianos ahora venida a menos, se enamora perdidamente del doctor Salvatore Rossi, un hombre recio, hecho a sí mismo y con una inmensa conciencia de clase. Pero a partir de su primer encuentro, en un concierto para violín de Brahms, el mundo parece confabularse para que sientan que todo se interpone en su camino. El carácter de ambos, insegura ella e inflexible él, ayuda a hacer de su vida algo insoportable. Hasta que alguien decide adoptar una medida sorprendente y extrema, fruto de una peculiaridad ancestral del temperamento familiar.
Ficha del libro
El conde estaba seguro de que jamás el Cielo ni la Naturaleza habían otorgado a nadie, y menos a un niño, un corazón tan compasivo como el de su hija. Resultaba imposible, impensable incluso, separarla ahora de Gemma, así que se vio obligado a prometerle a su hija que cualquier cosa que se le ocurriera para ayudar a la pobre Gemma en su desesperada situación la llevarían a cabo, fuera lo que fuera y costase lo que costase. Por aquel entonces la niña estaba a punto de cumplir los ocho años, edad en que la mente empieza a operar de manera lógica, sin albergar más dudas acerca de lo aprendido hasta el momento, ya que deja de preocuparse por la posibilidad de que pueda existir un mundo diferente al que conoce. Esta fue la razón (por ejemplo) de que no hubiera puesto nunca en tela de juicio el hecho de su propio confinamiento en La Ricordanza. Había aprendido, por otra parte, algunas cosas importantes acerca del dolor, y sabía que valía la pena sufrir hasta cierto punto si dicho sufrimiento conducía finalmente a algo más apropiado o más hermoso. A veces, en alguna ocasión especial, hacía que le rizaran el pelo. Y eso le dolía un poco. Del mismo modo, los jardineros de su padre solían sumergir en agua hirviendo las ramas de los limoneros que crecían en los huertos de La Ricordanza. Los árboles perdían así todas las hojas, pero las nuevas volvían a brotar con mucha más fuerza. Mientras tanto, Gemma se había aficionado a subir y bajar las otras escaleras del jardín, las imperfectas: aquellos antiguos tramos de peldaños gigantes que habían quedado abandonados y dispersos por aquí y por allá, y que solo debían usarse en juegos muy determinados. La pequeña Ridolfi se propuso hallar una solución y rezó con todas sus fuerzas para dar con el camino adecuado que la sacara de aquel embrollo. Al cabo de unas semanas se le ocurrió una solución: ya que Gemma no debía ser consciente jamás de la diferencia cada vez más acusada que existía entre ella y el resto del mundo, a buen seguro se sentiría mucho mejor si se quedara ciega… Es decir, sería más feliz si alguien le sacara los ojos. Y, ya puestos, como parecía que no había manera de que dejara de subir y bajar aquellas escaleras tan raras, a la larga, sin duda, sería mejor para ella que le cortaran las piernas a la altura de la rodilla.