Revista Cultura y Ocio
Tres crímenes rituales de Marcel Jouhandeau
Traducción de Eduardo Berti
ISBN: 978-84-15578-88-8 Encuad: Rústica Formato: 13 x 20 cm Páginas: 108 PVP: 15,95 €
Este libro escrito en 1962, uno de los más breves de Marcel Jouhandeau, es, sin embargo, uno de los más intensos y lúcidos de su producción. El volumen, de aires gideanos, recoge reflexiones sobre tres de los crímenes más célebres y horrendos de su tiempo: el de los amantes de Vendôme, en el que Denise Labbé mata a su hija a causa del amor que profesa a su novio, acusado de ser el instigador; el proceso del doctor Évenou, un personaje diabólico que asesina a su mujer valiéndose de su sirvienta, Simone Deschamps, tras poner en escena una especie de ritual macabro; y el crimen del cura de Uruffe, un hombre atrapado y vencido por sus pasiones y fantasmas, quien, tras matar de un tiro a su amante, le abre el vientre y desfigura al hijo que esta llevaba en su seno.
Ficha del libro
Me detengo en él, ahora; tomo en cuenta su actitud durante el proceso, considero los testimonios, casi todos en su favor, la animosidad sistemática de Denise contra él, y no estoy lejos de creer que todo el drama se apoya en un malentendido inicial: estos dos seres, provenientes de clases sociales muy distintas, nunca hablaron el mismo idioma. Más aún, ignoran que no hablaban de las mismas cosas, y esta doble confusión lo explica todo. La naturaleza de sus preocupaciones no es la misma. Denise, a decir verdad, no carece de inteligencia ni es vulgar (como lo demuestran sus cartas), pero no estaba en absoluto preparada para determinadas charlas, para captar las sutilezas intelectuales que hacían sin duda las delicias de Algarron. Provinciana, ajena a toda cultura literaria o filosófica, en presencia de paradojas, de metáforas, de hipérboles, de los galimatías de moda que su amante empleaba abusivamente —sobre todo, para seducirla—, ella permanecía aturdida, poco menos que atontada. El señor cultivaba orquídeas; la señorita, plantas simples. Incapaz de entender, interpretaba con sus pobres medios, traducía a su dialecto pequeño-bretón esos acendrados propósitos que son propiedad exclusiva de los trissotins del Saint-Germain-des-Prés de hoy. En descargo de esta joven tan inepta para moverse en lo abstracto, no es descabellado pensar que un día (cosa que, sin duda, los condenó), Jacques, cuyo rostro posee no sé qué cosa diabólica, aceptó abandonar los vuelos entre las nubes y descender al nivel de su amante. Nada hábil para moverse en lo concreto, a lo que no estaba habituado, ¿escogió él acaso un mal ejemplo, insistió excesivamente en una cuerda peligrosa, con cierto trasfondo de crueldad? Tal vez escapó de él, en una de esas improvisaciones líricas tan propias de los amantes, alguna cínica, sádica alusión a un posible sacrificio que podría simbolizar la total sumisión de Denise a su voluntad; tal vez fue con estas ruinas, que perduraban en su mente, que tropezó Denise, por no decir que —al contrario— él se abalanzó sobre ella. «Al fin», se dijo, «ya sé lo que desea él, lo que aguarda de mí para pertenecerme entera y definitivamente.» Y así ocurrió que, en el instante preciso en que ella creía entenderlo mejor, malinterpretó de manera peligrosa la suerte de estar junto a él. No recorremos esos senderos que bordean los abismos sin despertar ciertos poderes malignos que ignorábamos tan a nuestro alcance; y, una vez que los hemos desatado, como aprendices de brujo, nos resulta imposible dominarlos. Si hemos ido a solas demasiado lejos, claro que podemos desandar nuestros pasos y volver. Pero, si hemos arrastrado a alguien más dentro de la estela, a alguien que es más sincero o menos flexible, alguien más tosco y decidido, corremos el riesgo de no poder acompañarlo a partir de cierto punto, de suscitar su retraso y, responsables de su caída, compartimos fatalmente las consecuencias funestas. Denise Labbé se dejó llevar por las palabras y, desgraciadamente, las palabras en que confió escondían una trampa mortal.