No sé si entra en lo razonable que cuestionar el esfuerzo que supone la escritura con objeto de ejercitarla sin la responsabilidad de aplicar un talento o de exigirse una destreza permita alcanzar cierto logro. He leído textos asombrosos que parecen fluir con absoluto desparpajo, como si fuese la cosa más sencilla del mundo anudar unas palabras a otras y crear un orden y un sentido. Si se me pregunta qué es la inspiración, no tendré una respuesta, nada que me conforme o que me explique.
Como Lorca, convendré que el trabajo (el sacrificio, la perseverancia) conviene a su manufactura, aunque haya arrebatadores escritos que no admitan corrección ulterior o que, si se nos confía cómo se forjaron, sepamos que vinieron epifánicamente, sobrevenidos en una especie de manifestación etérea. Si se practica el corregido severo, algo precioso acaba perdiéndose. Por el contrario, admito que ese expurgo metódico al que se somete el texto depara en ocasiones aristas de más bruñido pulimento, como si anduvieran por ahí, pero se precisara el concurso de esa intervención casi quirúrgica para extraer el material oculto. Si se lleva esta práctica a la fatiga, no habría manera de dar por cerrada ninguna obra. Ni siquiera la levedad de un aforismo o la punción de un haiku: hasta esas dos formas de lo conciso podrían, caso de volcarnos incansable y perfeccionistamente en ellas, parecen huir del vértigo, de un alocado propósito de esplendor.
Anthony Burgess escribió La naranja mecánica en tres semanas. Víctor Hugo necesitó doce años para acabar Los miserables. Hay poetas que acusan un cansancio extremo cuando creen haber concluido un soneto. Los pocos que yo he hecho me revelaron que es la dedicación lo que los saca a flote. Lo mejor de toda esa desconfianza en que de verdad algo esté verdaderamente cerrado es que permite desprendernos de la responsabilidad, afincar en la inspiración (que es como un fantasma y tiene cuerpo de fantasma) toda posible atribución del hecho artístico. Es como saber adónde va uno, pero distraer el camino, no afianzar el paso mientras transcurre, permitir que la intuición pura guíe la travesía.
Lleva mi novela desde el verano acabada y la he dejado a que repose. Ni título definitivo tiene aún. Supongo que cuando regrese a ella y la reconsidere, haré una nueva e impetuosa poda. De ese acto civil saldrá robustecida o se desmadejará con estrépito. Tiene ahora mi aquiescencia, la sé mía de una forma hermosa y rudimentaria. Tanto he echado de mí en ella que ahora la siento ajena. Es un darse escribir. Lo del blog es una distracción leve, que me ocupa deliciosos ratos y que me consuela quién sabe de qué íntimos dolores. Lo otro, el tramo largo, es un desquicio. Se necesita otra vida para volcarse en ella con determinación y entusiasmo. Los libros que van saliendo entre el blog y ella son lo mejor de mi vida literaria, cada día más prolífica, por cierto. (Gracias, querido José Luis) Podaré cuando encarte. Haré ese laborioso ejercicio de bruñido y dejaré que respire, ojalá. No es nada lo escrito sin alguien que lea. Seré yo el leído.