Lucha de antorchas en el patio de armas del castillo. ¿Conseguirán escapar nuestros amigos?
(viene de)
Me desperté en una posición bastante extraña: literalmente, cabeza abajo, y por si fuera poco atada, más que España con los recortes del PPSOE, y más que sus medios de comunicación con la democrática censura que padecen algunos y la servil autocensura de otros. Bueno, verdaderamente atada, no, advertí con horror: estaba metida dentro de lo que parecía una sábana cuyos extremos rodeaban mi cuerpo, firmemente anudados, de modo que visto desde el exterior mi aspecto sería completamente el de un cadáver corrupto en su mortaja. Mi primera intención fue sacudirme aquello de encima, aunque tuviera que matar a alguien para conseguirlo (a pesar de que tenía los miembros tan fuertemente apretados que me era casi totalmente imposible), pero las primeras palabras que distinguí de la conversación que al parecer habían logrado despabilarme me hicieron desistir de tal propósito.
-¡Os digo que hay que sacarla de aquí! –era la voz, con un tono que indicaba un estado de estrés máximo, del Genovés, de cuyo hombro debía estar yo colgando a modo de saco de patatas a juzgar por lo cercana que la escuchaba. Seguidamente, el susodicho susurró algo a alguien que yo no podía ver, aunque sí imaginar.- Creo que está despierta. Se ha movido. Aquello que le disteis no le ha causado mucho efecto.
Hay que ver cómo están las farmacéuticas, incluso en esta época.
-A veces sucede. Era un riesgo que debíamos correr –la voz amordazada era inconfundible, incluso en aquel cuchicheo. El Genovés siguió con su perorata en voz alta-. El cadáver se está descomponiendo muy rápidamente. Aquel letargo era en realidad la manifestación de una enfermedad horrible, y muy contagiosa.
Ahora era Ruy el que hablaba, siempre tan políticamente correcto, él:
-No podemos sin hacerlo sin dar aviso al señor. Lo sabes.
El Genovés meneó enérgicamente la cabeza. Lo noté porque su enorme napia me golpeó repetidas veces la cadera.
-Vosotros no habéis visto el cadáver. Cambió apenas en unos instantes. Ya no tiene nada que ver con la muchacha que conocimos. Ha perdido toda su belleza. Aunque la verdad es que nunca fue mi tipo…
Recordadme que le aseste un mamporro la próxima vez que lo tenga a tiro. ¡Ni que fuera él tan guapo!
-El señor no podría soportar la visión –continuó el Genovés-. Vosotros lo sabéis –Se hizo el silencio: aquello había sonado como un secreto inconfesable compartido. En realidad, y yo lo sabía, lo era.
-Hacedle caso –sonó la ahogada voz del leproso-. Vamos a llevar el cadáver fuera de los muros del castillo, a las cuadras del exterior. Allá podrá verlo vuestro señor por la mañana, si es que quiere arriesgarse a morir entre terribles sufrimientos. Pero de momento es urgente que la saquemos del castillo, antes que las miasmas de la corrupción salgan de la mortaja e infecten el aire, haciendo que todos caigamos –como si al señor le fuesen a importar las vidas de sus criados. Obviamente no todos los muertos valen lo mismo, ellos son los alemanes y nosotros los africanos-. A Dios pongo por testigo.
Obviamente, aquello no tenía ninguna lógica científica. Pero estamos en los reinos medievales hispánicos: habiendo creacionismo hasta en las proclamas de la Corona, papel secundario de la mujer en la sociedad y toros, no la necesitamos. En la España del siglo XXI tampoco.
Un gemido escapó de una garganta. Oí la voz llena de rabia de Cristina.
-¡Está bien, marchaos con ella si tenéis que hacerlo! ¡Pobre Eowyn! No se merecía esto. Y nosotros hemos sido cómplices.
-No olvides que nos traicionó, diciendo pestes de nosotros a nuestro amo… -replicó Ruy sin mucho convencimiento.
-No lo hizo –interrumpió el Genovés-. Al parecer fue una argucia del señor para que estuviéramos más motivados en cazarla.
Un instante de silencio. El nuevo capitán debía de estar sopesando las palabras del Genovés.
-Entonces… ¿me está diciendo que durante todo el tiempo en que la perseguimos y la atacamos ella siempre nos fue leal? ¿Que ha muerto siendo inocente?
Un manto de trágico silencio cayó sobre la escena. Qué conmovedor era todo. Hasta yo estuve a punto de dejar caer un lagrimón… Joder, ganas me daban de seguir muerta por toda la eternidad para dejarles que se consumieran en la culpabilidad y el arrepentimiento.
-Está bien. Podéis ir –zanjó Ruy-. Cristina y yo os acompañaremos.
Mi vehículo humano comenzó a moverse, y en breve me tocó el frío exterior. Maldita sea: a nadie se le ocurre ponerle un manto a una muerta. Los dientes me castañeaban tanto que hubiera podido traspasar la cota de malla del Genovés, cosa que esperaba no ocurriera, ya que mi ex colega no era precisamente conocido por su elevada higiene personal y no me apetecía nada clavar mis dientes en su carne, escondida bajo diez capas de mugre. Un momento después, tras unas órdenes apresuradas de Ruy, noté que me colocaron atravesada sobre el lomo de un caballo y, a un grito, este comenzó a avanzar. No podía creerlo. Iba a ser libre de nuevo… estábamos tomando distancia… Pero…
-¿Qué está pasando aquí?
Si el oído no me engañaba, y estaba segura de que no lo hacía porque aquello era demasiado desagradable para tratarse un delirio, era mi antiguo señor el que estaba lanzando aquellos vozarrones indignados hacia nosotros desde la torre. Esta vez fue el leproso el que se enfrentó a él.
-Estamos sacando el cadáver de la prisionera. Tenía una terrible enfermedad y ahora que ha muerto se descompone muy deprisa, causando un riesgo para todos los habitantes del castillo.
Cosas así pasan cuando se deja sin protección sanitaria a los desheredados de la sociedad. O cuando se privatiza. El misterioso personaje continuó:
-Iremos a las cuadras exteriores donde la podréis ver si queréis mañana, cuando la corrupción se haya consumado, a través de las ventanas. Ahora es mejor mantenerse alejado.
Un breve silencio. Creo que la furia no dejó al interlocutor del leproso contestar de inmediato.
-¿Cómo os atrevéis a hacer algo así sin mi permiso? Descargarla y traédmela aquí. Quiero verla.
Estuvo a punto de entrarme complejo de mercancía: vamos, como para no sentirse una mujer-objeto con tanto trajín. La voz de leproso volví a escucharse tras un par de segundos.
-Yo la bajaré –casi de inmediato sentí cómo me descargaba y me dejaba en el suelo helado, con más parsimonia de la necesaria. Algo de frío metal se materializó cerca de mi mano derecha, por obra y gracia de un agujero en la mortaja del cual no me había percatado antes. Él me apretó la mano aprisionada. Mientras tanto, Ruy estaba contestando.
-Señor, no puedo hacer lo que me pedís. No podéis destaparla y acercaos a ella. Moriríais.
Tiene cojones la cosa. Le engaña, le manipula, le hace cargarse a la jefa más enrrollada que iba a tener en su vida, y el otro encima aún le protege. Ay, cómo somos los ibéricos. Y no hemos cambiado lo más mínimo, seguimos protegiendo a los que más nos explotan.
-¡Cumple mis órdenes, maldito bastardo!
-No podéis pedirnos eso…
-Está bien. ¡Si sois tan cobardes como para traerme ese cadáver, iré yo a buscarlo!
El inconfundible sonido de espadas sacadas fuera de sus fundas.
-No –era la voz del Genovés-. No os lo permitiremos. Somos vuestros guardias y tenemos que impedir que os precipitéis a una muerte segura.
Hala, el otro, el que faltaba. El Genovés hizo una pausa dramática.
-Si no es la enfermedad, os matará el horror de ver en lo que se ha convertido la mujer que un día quisisteis convertir en vuestra esposa.
Momentazo. No sabía lo podía haberle prometido el leproso al Genovés para que se decidiera a pronunciar tales palabras, rompiendo el sin duda acuerdo tácito entre los soldados de no mencionar aquella inusitada petición de matrimonio (un verdadero tabú para el señor), que me había llegado por unas vías tan poco convencionales (Frey Pere), a riesgo perder las dos orejas y hasta el rabo. Eso sí, lo que os puedo asegurar es que, a pesar del peligro en el que me hallaba, me estaba divirtiendo más con aquella escena que con el más logrado episodio de Juego de tronos. Palabra.
El estupor y la ira volvieron a enmudecer por un instante al señor. Su voz, cuando sonó, fue aterradora y cómicamente aguda.
-Pero ¿cómo te has atrevido a…?
De pronto, algo se levantó de entre los muertos. Mi crisálida se derramó a mi alrededor al tiempo que yo emergía, de la muerte y de ella, como un mariposa algo pálida y desmejorada, pero aún fuerte y, sobre todo, henchida de deseos de tomar el timón de su propia vida.
-No, no estoy muerta, querido jefe –blandí la daga que el leproso había puesto en mi mano, y con la cual había desgarrado mi mortaja, cual condesa de Montecristo de secano y sin tesoro esperándome. Mi voz fue grave y apasionada, y me pareció, o tal vez he visto demasiados musicales en el siglo XXI, que todo mi alrededor vibraba en consonancia-. No lo estoy, y puedo asegurarte que no lo estaré nunca por tu mano o la de tus aliados o esbirros. No puedes retenerme, y ahora ya no tengo ninguna duda de que ya nunca más podrás. Por cierto, tu impindad se acababa –ojalá pudiera decir lo mismo a todos los asesinos del régimen de Franco-. Ten pon seguro que pronto, muy pronto, vas a pagar por tus crímenes.
Mis palabras sonaron casi épicas (esperaba que a nadie se le escapara un estornudo, o algo peor, que rompiera aquel clímax que tanto me había costado conseguir) en aquella oscuridad centelleante de las antorchas con las que un par de guardias de bandos opuestos se amenazaban.
-¡Maldita seas por siempre! –a pesar de todo lo que sabía, no me pareció ver en él ni un atisbo de alegría por mi resurrección-. ¿Crees que puedes escapar de mí? No lo conseguirás. No lo has conseguido nunca. Siempre te encuentro. Y no sólo es porque yo sé dónde encontrarte, no. Es algo mucho peor. Para ti.
Le miré como si se hubiese vuelto loco. Más loco aún, quiero decir.
-Si siempre te he encontrado, es porque tú querías que lo hiciera –su sonrisa fue asquerosamente cruel-. Porque en el fondo de ti misma sabes perfectamente dónde está tu lugar: siendo una sierva. MI SIERVA. No sirves para mucho más.
Sentí ganas de vomitar: ¿era necesario ser tan hijoputa? Con un poco menos de maldad hubiera podido conseguir sus propósitos igualmente. Pero no. No había límite. Ni toda la maldad, ni toda la riqueza posibles, satisfacen a algunos. Y lamentablemente estos son justamente los que nos gobiernan.
-Sigue soñando –le espeté-. Porque yo me largo, y no me voy sola –me dirigí al cuarteto que me flanqueaba-. O mejor dicho, nos largamos. Ruy, Cristina, creedme si os digo que una nueva vida os espera, y será al menos un poco más próspera y feliz que la que habéis llevado hasta el momento. Pero tenemos que marcharnos. ¡Ahora!
Mi grito coincidió con el alarido de mi ex señor convocando a los suyos para apresurarse a ir a nuestro encuentro con las espadas desenvainadas. La superioridad numérica era abrumadora.
-¡Venga, corred! –insté, subiéndome de un salto en mi montura. El Genovés y el leproso ya me estaban imitando, y Ruy y Cristina, tras un segundo, también lo hicieron. Los cascos de más de diez caballos resonaron en nuestra persecución, las saetas de los ballesteros apostados en las almenas de una de las torres nos caían cerca…. Pero ya estábamos demasiados lejos y nos movíamos demasiado rápido, les habíamos ganado la mano gracias a la decisión y a la rapidez de la que habíamos hecho gala.
Ahora sólo quedaba lo más difícil.
El lugar al que nos dirigimos tras darles esquinazo, siguiendo los pasos del leproso, que por cierto se les arreglaba de fábula con su montura, fue una amplia masía fortificada situada en otra de las montañas de aquella serranía marítima que yo tan bien había llegado a conocer mientras estuve trabajando para mi archienenemigo. Para mi sorpresa, varios criados salieron a recibirnos y festejaron con júbilo la llegada del leproso, apresurándose a cumplir todas sus órdenes (no sin echarle de vez en cuando sorprendidas miradas), entre las cuales las más urgentes era que se nos procurara alojamiento, baño y ropas a todos los congregados. Él mismo desapareció en unos aposentos, de los que me imaginaba que no tardaría en surgir alguna sorpresa. Por mi parte, tras las correspondientes abluciones y vestirme con mis propias ropas abandonadas en Perugia, que misteriosamente habían aparecido sobre mi cama, y permitirme un par de horas de sueño, le pedí a la anciana que me había atendido que avisara a los demás de que llegaría tarde y, tras envolverme concienzudamente en mi manto con capucha, cabalgué en mi fiel Rayo Blanco (que también se hallaba en la cuadra, yo no salía de mi asombro: el leproso aquel estaba en todo) hacia un núcleo de población cercano. El amanecer se concretaba mientras yo me detenía ante una de las casas, cuyo aspecto exterior revelaba que quien la habitaba era alguien de desahogada posición económica aunque sin nobleza de sangre. Di con el aldabón en la puerta, rezando laicamente para que alguien contestara y, como aquel parecía ser mi día de suerte, no tardó mucho en aparecer un servidor de edad avanzada que enarcó una ceja al verme, pero me preguntó educadamente el motivo de mi presencia en aquel umbral.
-Quiero ver a tu señor, si es posible –solicité-. Tengo un negocio que proponerle.
El criado inclinó la cabeza y me condujo a través del zaguán a una sala, amueblada con gusto, con prolijidad de cojines, sedas y tapices de estilo oriental: tuve que recordar con nostalgia a aquella Tierra Santa que tonto echaba de menos y cuyo futuro se auguraba aún más oscuro que su dramático presente. Un laúd descansaba en un banco acolchado, junto a unos pergaminos con letras y notas musicales, y en la mesa de escritorio que se hallaba cerca de la ventana parecía haberse desarrollado hacía poco una actividad frenética. Mi guía salió por una puertecilla lateral, y no pasaron ni dos minutos antes de que un hombre, con aspecto y ropajes en concordancia a la decoración del lugar, entrara con mirada atónita.
-Mi criado no se había vuelto loco, entonces. La famosa capitana de la guardia del castillo desaparecida ha vuelto, y se ha presentado en mi casa. No sé qué podrías querer de mí, muchacha, pero la curiosidad es tanta que pienso escucharte.
Avancé hacia él.
-Entonces, ¿me recuerdas, trovador?
Una sonrisa entre evocadora e inocentemente taimada pasó por su rostro.
-Recuerdo cuando actué ante tu señor. Vi tu rostro. Parecías sentir la música, parecías sentir la belleza.
-Sí, yo también recuerdo ese día. Pero ¿antes?
Él pareció desconcertado.
-Hará más de veinte años –continué-. En una pequeña población al sur de Barcelona, rodeada de marismas. Actuaste en aquel castillo, para el mismo señor, en el castillo que ahora ha pasado a ser regentado por uno de sus hijos. Yo, con otros niños, me agolpé ante la puerta para oírte. Al salir, rodeado de tus músicos, te sonreí y tú me miraste. Esa mirada aún está grabada en mi alma. Tú eras el portador de la belleza, y pensé que en el mundo no podía existir nada mejor que aquello que tú traías, ni tan necesario, a pesar de todos los obstáculos. Hubiese dado mi vida por seguir tus pasos, pero no era más que una pobre campesina: a la larga, resultó más fácil dedicarme al negocio de las armas, y no solo para acabar con los crecientes abusos del poder. Y sin embargo, nunca te he olvidado.
Avanzó hacia mí y me rodeó, como si me examinara. Había sido un hombre hermoso y, a pesar de que los años habían dejado amarga huella en él, aún conservaba mucho de lo que fue en el pasado. Un criado más joven, con rizos castaños y admirables ojos color miel, entró un momento, echó una mirada de complicidad a su amo y volvió a salir. Él habló, con una mueca melancólica.
-Me acuerdo de aquella niña de cara sucia y ojos llenos de emoción. Solo me pregunto: si así te sentías ¿por qué has tardado tanto tiempo en decírmelo?
-Antes no era libre, Omar. Ahora sí.
-¿Te has liberado de tu señor?
-Sobre todo me he liberado de mí misma.
-Así lo parece, por tu actitud. No pareces estar ahora sometida a nada más que a tu propio albedrío. Sin embargo, noto un velo que enturbia tu mirada, que antes chispeaba con humor. Algo más ha sucedido.
Asentí y me quedé en silencio. Creo que el comprendió que no quería seguir hablando del tema.
-Y entonces, ¿vas a seguir entonces por fin el camino que te marcaste en tu infancia?
Sonreí con decisión.
-Voy a seguir el camino que nunca debí de pensar en abandonar.
Ya había anochecido cuando llegué a la masía. En la sala, ante un buen fuego, el leproso me esperaba. Bueno, lo de leproso ya no era demasiado exacto. En lugar de sus harapos, ahora, limpio y perfumado, vestía una túnica roja corta ceñida con un cinturón y unas calzas de un tono pardo, con todo el aspecto de un miembro de la baja nobleza rural, como supuse que era el auténtico dueño de aquel lugar, otro amigo del Temple. Su cabello perfectamente cortado, aunque algo más largo que la última vez que le vi, y su barba, con toques de gris, estaban descubiertos, y en ningún lugar visible de su cuerpo se advertía una malformación.
-Los demás ya se ha retirado –me dijo por todo saludo.
-Has vuelto a engañarme con tus disfraces –le regañé-. No sé cómo lo consigues. Cuando lo descubres, todo parece bastante evidente.
Él esbozó una sonrisa tranquilizadora.
-No estabas en situación física de darte cuenta. Y aún así creo que lo averiguaste demasiado pronto.
-Porque tú bajaste la guardia. Sabes ser un enigma hasta para quien te conoce bien…. Por cierto, lamento que hayas dejado tus asuntos desatendidos por mi culpa tanto tiempo.
-No durará mucho más, lamentablemente.
-¿Lamentablemente?
Clavó en mí su mirada.
-Estaba preocupado por ti –dijo-. Te has ausentado durante muchas horas.
-Tenía un negocio pendiente. Nada peligroso.
-Pero tu mirada sigue en tinieblas.
-Eres la segunda persona que me lo dice hoy.
El silencio, a pesar de todo lo que nos conocíamos, resultó incómodo.
-Nunca imaginé que llegara a dolerte tanto –me hurtó la mirada.
-Alguien que ha sido importante para ti desaparece y te dicen que no volverás a verlo nunca más. Habitual y casi cotidiano, pero eso no lo hace más fácil de superar.
Se volvió hacia mí, con los brazos cruzados sobre el pecho, y me dirigió una mirada que no dejaba lugar a dudas acerca de lo que le estaba pasando por la cabeza. Aquello era demasiado para mí: creo que la temperatura me subió al menos un par de grados por encima de lo que los médicos estiman el umbral de la seguridad. Y es que, aparte del indudable afecto que le profesaba, el tío tenía un cuerpo que quitaba el sentido, al menos tal como yo lo veía.
-Será mejor que no te acerques –le previne-, que me conozco. Y tal vez haga algo de lo cual sin duda me arrepentiré después.
-¿Y desde cuándo te importa un posible arrepentimiento futuro? –me contestó con algo de sarcástica dureza.
Tenía razón. No suelo dejarme llevar por consideraciones cuando se trata de halagar los placeres de la carne, aunque en mi descargo he de decir tampoco lo hago con los del espíritu. La vida es demasiada corta en estos tiempos, y la vida de alguien de mi profesión, más aún, y no creo que exista ningún tribunal divino que me juzgue por haber querido vivir plenamente la vida me tocaba (de hecho, no creo que exista absolutamente ningún tribunal divino, juzgue o no juzgue, aunque tanto nos martilleen dictándonos estas y otras doctrinas perniciosas que no nos dejan pensar ni vivir, solo obedecer y consumir). Pero aquello era diferente. No podía, a pesar de que lo intentaba, dejar de pensar en que todo lo que había sucedido desde Corbera d’Ebre, las muertes y los problemas diversos, era fruto de aquel irreflexivo acto mío, irreflexivo acto que ahora mi amigo me tentaba a que repitiéramos. Aparte de yo sabía que, si coqueteaba con el peligro, algún día él me pediría una serie de promesas. Promesas que yo no estaba dispuesta a conceder, ni a él ni a nadie.
-Desde ahora –le dije.
Le repasé de arriba abajo, una última vez por aquella noche, mordiéndome los labios, viendo la decepción en sus ojos.
-Buenas noches, querido amigo. Creo que será mejor que nos vayamos a dormir; cada uno a su alcoba, por si es necesaria la aclaración. Mañana será un día muy ajetreado. Tenemos que hacer planes. Planes decisivos.
(continuará)