La catástrofe de la central nuclear de Fukushima nos enseña que esa instalación no debería haberse construido donde está, en pleno Cinturón de Fuego del océano Pacífico, donde habitualmente se producen grandes cataclismos.
Los sismólogos conocen el movimiento de las placas tectónicas de ese Cinturón o Anillo cuyos choques son previsibles pero no en el momento exacto.
Han establecido mapas que muestran los enormes riesgos de terremotos y maremotos en todas las de todos los países que baña el océano Pacífico, asiáticos, americanos y australes.
Construir una sola central en ese Cinturón de Fuego es suicida. Pero hay centenares, 55 de ellas sólo en Japón, de las que únicamente una resultó dañada una. No por el terremoto, sino por la ola de diez metros de altura que la arrolló y llegó muchos kilómetros tierra adentro.
El terremoto, maremoto en realidad, tenía fuerza 9 en la escala Ritcher, que indica una potencia de 240 millones de toneladas. El de Valdivia, Chile, de 1960, el único conocido recientemente que fue mayor, liberó 280 millones de toneladas.
Al lado de estos, los registrados en la Península Ibérica desde que pueden medirse, y hasta hoy, son temblorcillos: el mayor fue el del Cabo San Vicente, en 1969, de 7,3 grados, equivalentes a 550.000 toneladas, es decir, 433 veces menos potente que el de Japón.
Los demás, muy pocos, quedaron alrededor del grado seis. Nucleares no, en zonas sísmicas y marítimas peligrosas.
España, como casi toda Europa, no presenta riesgos. Y con un buen diseño y mantenimiento, al contrario que en Chernóbil, no debemos angustiarnos.
Tendríamos que sufrir más por las consecuencias de otras energías, con millares de mineros enterrados en vida y muertos anualmente, y millones de víctimas en las guerras petroleras.
-----------
Hace tiempo que SALAS descubrió que el tsunami que arrasa España, el contrario que el de Japón, no es un fenómeno natural, sino un berbiquí.