No conocí a Rimbaud. No estuve con él en ningún café, ni en la casa de fulano, ni me acarició la suerte o la malahora de que un viaje a pie o en tren nos encontrara.
En primer lugar, tal vez sea porque murió en el año 1891. Y en Marsella, sin saber que iba a morir, pues llevaba en el cinturón monedas de oro que había ganado y aún no empezado a disfrutar. Cuando alguien famoso muere o le dan un premio que igualmente le eleve a la epifanía, sobran críticos y amiguetes que comienzan sus notas: "yo estuve con él" o, "me dijo en aquella oscura calle". O, un poquito más modestos: "nos contaba que". Aunque en su vida europea, que fue como la mitad de su vida, a Rimbaud nadie necesitaba recordarle porque desprestigiaba. Cuando muere, sólo asisten la madre y la hermana al entierro. ¿Seríamos tan necios hoy?
Tal vez, tampoco alcance a conocerle por sus libros. ¿Quién podría escapar a su pregunta de"Una temporada en el infierno: ¿me conozco a mí mismo?". Nace en Charleville, el 20 de Octubre de 1.854. Hijo de una campesina con propiedades rurales y de un oficial de infantería. La madre es una típica señora francesa de moral aldeana. El padre, un frustrado escritor que entre otras obras redactó un Corán comentado. Se separan y los hijos quedarán al cuidado de ella. Arthur es un aventajado alumno del Liceo que, desde niño, muestra deslumbrantes aptitudes literarias. Gana premios y concursos, muchos a espaldas de plicas y fórmulas de presentación. Ávido lector, incursiona en las obras de sus "parnasianos contemporáneos", ocultismo, historia y novelas libertinas del siglo XVIII. Y en todos aquellos libros que el azar o los amigos depositan en sus manos. La opresión de aquella estrecha Charleville natal, le empuja a buscar los tumultos de París en 1.871. Son los tiempos en que el poeta va a la búsqueda de su videncia, por lo que la biografía empieza a adquirir la velocidad del vértigo. No hay otro destino que le convenza ni "oficio" que le interesa más de un par de meses. Ejercerá múltiples, rabiosamente y para ganarse unos "luises". Acosado por el hambre, París se le convierte "en un gran estómago". El joven Rimbaud intervendrá en la Comuna de París como soldado, vidente y redactor de una Constitución comunista. A poco la abandona porque "le han robado el corazón". Alterna con los espíritus más luminosos de su época. Y convive con los clochards debajo de los puentes del Sena. La pirámide social francesa que se destrona y vuelve a levantarse, siempre lo tendrá como un dinamitero. En estos tiempos de rebelión en las costumbres, de inventos en veloz aparición, importa señalar la vigencia de Rimbaud, a quien interese. A quien no, allá él: el fin de la fe sonó para todos. ?Qué extravagancia y qué prodigio no atraviesan el espíritu del poeta? El siglo XIX estuvo marcado por el positivismo. Un paraíso prometido por el progreso. Cuando las máquinas lograran la solución de las necesidades, sobrevendría el mundo de la necesidad y del deseo: no hay otra salida. La felicidad se hace con las manos. Los misterios retroceden ante la piqueta de la razón. Un siglo atestado de mártires y de locos. ?Quién no se salvó aún?. ?Hay salvación posible? Las ideas en boga, de un extremo a otro, pontifican el apocalipsis, levantan una nueva fe. Una utopía envuelta en papel de regalos y con lazos. Hace falta creer y sacrificarse, seguir una doctrina, todo es posible alcanzarlo desde que la ilustración ha revelado a los nuevos dioses de esta consolación. Rimbaud proclama el nuevo evangelio y se mofa. "El progreso". ¡El mundo que adelanta! Y, ?por qué no ha de girar?". Son los tiempos en que va en búsqueda de su vivencia. Nuestro poeta (?nuestro?), va a hundirse en la desesperación, la droga, la aventura. Canta a "las tonadillas que revolotean en las grosellas", pero no se duerme. Ha sentado a la belleza en sus rodillas y encontrándola amarga la ha injuriado. Se entrega a las brujas. Es necesario el desorden de los sentidos, un programa de vida hecho de lucidez alucinada. Volver a la barbarie inicial, pero "no engrasa su melena" como los antepasados galos. Lo cierto es que vivimos en un siglo de manos, en un siglo de oficios. "Todos innobles". Lo mejor es soñar muy borracho, sobre la arena".
La mayoría en concienzudos estudios; muy pocos en palabras vivas. Y millones movilizados en el oscuro relámpago de descreimiento e irreverente pasión, luego silenciada e institucionalizada. Pero Rimbaud es de los primeros. Muy joven: le leemos hasta los diecinueve años. Su estrella fugaz o supernova de niño maldito, ha visto deslizarse nuestra historia con el Cristianismo. Una cohorte de emblemas y adocenadas costumbres. El amor y la libertad sometidos a la estadística. La estadística hija de los abuesos que sus amos educan para la lamida y la vigilancia. Diecinueve años y las cosas muy simplemente dichas, con el deslumbrante fuego de la intuición. Teorías, teorías: sólo sirven para convertirse en nuevas doctrinas. Rimbaud se me eclipsa cuando pretendo explicarlo. Está en el vómito sobre las canciones populares de moda, y en la culpa por las inocencias violadas. En el año 1871 se conecta, por medio de un anarquista anticlerical con Paul Verlaine. Amistad satánica donde Rimbaud perfeccionará su estilo, pero no cambiará de caballo. Se acompañan y se aman, disputan y vuelven a la complicidad de malditos. Finalmente, el agujero de fe que ambos encarnaban, en Verlaine es alimentado por una sorprendente pasión mística de la que Rimbaud abomina. Una noche de puñetazos acaba con aquella amistad y nuestro poeta continúa en su senda de condenado. Viaja a Londres, donde ya había estado con Verlaine y vive ahora una breve reconciliación familiar. Ya había publicado "Una temporada en el infierno", que sólo vio la espalda de la crítica parisina enconada con el autor maldito. Aprenderá alemán, además del inglés para buscar porvenir en Alemania. Hasta ahora había trabajado de profesor de idiomas, traductor, administrativo de un circo que lo lleva a Dinamarca y Suecia; Soldado de la Comuna, agricultor, vagabundo, periodista...etc. Viaja a pie, en gran parte, por Suiza e Italia, París, Charleville. Mientras tanto estudia ruso, árabe y perfecciona el griego. Nuevo peregrinaje de caminante por Suiza e Italia hasta que por último recala en el Medio Oriente. Al fin cumple su programa concebido en videncia poética de "Una temporada en el infierno": "Abandonaré Europa. El aire marino quemará mis pulmones; los climas perdidos me curtirán. Nadar, machacar la hierba, cazar, fumar sobre todo; beber licores fuertes como de metal hirviente, como hacían esos queridos antepasados alrededor del fuego...""Volveré con miembros de hierro, la piel oscura, el mirar furioso: por mi máscara se me juzgará de una raza fuerte. Tendré oro: seré vago y brutal". Allí cumplirá al pie de la letra su programa. Estará a salvo de la miseria, del servicio militar y del parnaso de los literatos ilustres. Cuando en una ocasión le dijeron que su libro "Iluminaciones", se edita con éxito en París, responderá "mierda para la literatura". Está en otro mundo. Quizás preparando una vuelta en otras condiciones a Europa. Pero el cáncer acabará prematuramente con su vida a los treinta y siete años. No había escrito más desde los diecinueve años. Su vida literaria continuará sin embargo, actual, inexorable y despierta. ¿Es actual Rimbaud? "Un niño joven, sin patria, sin madre, descuidado de cuanto se conoce, esquivo a toda fuerza moral, como ha habido lamentablemente ya mucha gente joven". Como los jóvenes de las últimas generaciones de postguerra, canta el fin de las razas y las fronteras. Y hay que ser muy moderno., siempre muy moderno. Esta civilización ha envejecido, hace un siglo que nuestro poeta alumbra su envejecimiento de raiz: "el tiempo de los asesinos". No sólo Dios ha muerto sino que se ha cargado la pasión. Hay que desordenar los sentidos. Ciudades, puentes, metropolitano, hoteles, trabajo, fábricas del mundo que adelanta, el nuevo evangelio nos arrastra a una pesadilla de humanos paralizados y huecos. Hay que acostumbrarse a la alucinación simple, y creer sagrado el desorden del espíritu. El Occidente lo ha cubierto todo: una civilización que él conoce a pie y en el vértigo de su avidez espiritual que le llevó a las lecturas más axiales, al conocimiento por el corazón de las ciudades. Hay que empezar de nuevo, iniciarse en la sabiduría de esta aventura cuya lujuria creadora debe estar en el caos, en otra legalidad, la de un "yo que es otro". Cuando la parafernalia positivista había imaginado la posibilidad del paraíso a propósito de la ciencia y el progreso, la democracia vigilada y el populismo, algunos malditos alzaron su aullido. Clamaron en el desierto. Luego de transitar en un viaje alucinante por los oficios, países, costumbres y revoluciones, decidieron abandonar Europa. Marcharon a África, al reino de los salvajes y la incultura. Sumidos decadentes que escribían con un cuchillo en la gorda piel de la costumbre. Ya sabían que las enfermedades indagatorias en la propia realidad, tan occidental y cristiana, arrastraba a las generaciones triunfantes. Quizás hoy tampoco nos hayamos resignado. Pero, de inventores no es seguro que tengamos mucho. Ya en el siglo XIX, estos desesperos esenciales sacudían a algunos aventureros. Y la aventura no estaba en los meandros de las agencias de viaje.©
Sobre el autor
Rafael Flores es Argentino. Es autor de "En una caja oscura"(Nuevo Sendero, Madrid, 1981); "Conversaciones con el Buho"(Editorial Orígenes, Madrid 1984); "Con la caracola en el oído" (Editorial Orígenes, Madrid 1985). Flores fue redactor y colaborador de la revista "Margen" y posteriormente han aparecido varias colaboraciones suyas en periódicos como "El Norte de Castilla"y "El Mundo".
Rafael Flores, que nos explicó en "PERNÍA" "Los letristas del tango", trabajo cuya entrega también podrá degustar el lector en esta página, presentó en Palencia a primeros de Noviembre de 2000 su novela "Otumba", con prólogo de la Asociación Latinoamericana de Derechos Humanos, discurso de Baltasar Garzón al recibir el premio "Leónidas Proaño". Otumba -según manifestaciones del autor- es un país imaginario, situado en cualquier lugar de Latinoamérica.
ENSAYO Revista Literaria Pernía, Núm. 21 Junio de 1986. Edita y dirige, Froilán de Lózar