Publicado por Rober Cerero
Hola de nuevo, queridos y fieles lectores (los que sois miembros de mi familia no contáis, que estáis en la obligación moral de leerme. Ah, y a ver si me dais unas perrillas, que la vida del emancipado es muy dura).
Ante todo, si no habéis leído las dos entregas anteriores, éste es vuestro momento. Es más, es que no sé qué narices hacéis aquí si no habéis leído las dos entradas anteriores. Venga, no seáis más pesados y pinchad aquí.
En fin, supondremos que recordáis que estábamos en Ayutthaya, y que habíamos tenido una primera noche tailandesa tirando para surrealista -y escatológica-. Dado que queríamos ver todo el país y teníamos poco más de dos semanas, esa primera iba a ser también la última noche en la antigua capital Tai. Nuestra segunda parada se encontraba a 6 horas tren arriba. Por supuesto, íbamos a ir en tercera clase, y por supuesto íbamos a probar absolutamente todo lo que nos ofreciesen de comer y beber.
Pero cuidado, que se nos iba a unir un quinto elemento al grupo: el bueno de Álvaro.
Os preguntaréis: ¿cómo es que el bueno de Álvaro no vino desde el principio con nosotros? La respuesta es cuanto menos curiosa: el bueno de Álvaro no vino con nosotros porque decidió pasarse 48 horas en el aeropuerto de Frankfurt. ¿Qué por qué? Porque trabaja en Lufthansa, y los vuelos le salen más baratos… Siempre y cuando haya sitios libres. ¿Y cuándo se sabe si hay sitio libre? Sólo unas horas antes de la salida del avión. ¿Y por qué no se volvió a casa si en el primer vuelo no había hueco? Pues porque el bueno de Álvaro no vivía en Frankfurt, sino en Dansk, Polonia.
El bueno de Álvaro, por ahorrarse 75 euros, es capaz de hacer muchas cosas; como por ejemplo marcarse el “hemos venido a jugar” más clamoroso de los últimos tiempos, y plantarse en otro país sin saber si va a tener hueco en el avión o no. Y no, como ya habréis adivinado, no lo tuvo. ¿Qué por qué no se fue a un hotel esa noche? Porque el bueno de Álvaro, por ahorrarse 40 euros de hotel, es también capaz de hacer muchas cosas, como pasar 48 horas en el aeropuerto, dormir en un banco y llegar a Tailandia día y pico después que nosotros.
¡Grande Álvaro, ese señor de todo menos pijo pero que va a las cataratas en camisa, como ya contaremos más adelante!
El resultado es que el bueno de Álvaro se perdió Ayutthaya, con sus perros, su Dragón de Komodo y su doble proposición de matrimonio. Pero no pasaba nada, porque lo mejor estaba por llegar, empezando por esas 5 horas de tren que, por tres euros y por vías construidas literalmente en medio de la jungla, nos iban a dejar a 120 km de nuestro segundo destino: Sukhothai.
Cuando el tren nos dejó en Phitsanulok ya era noche cerrada; y aún teníamos que recorrer 100 km más. ¿Qué hicimos? Negociar con el tuk-tukero con más pinta de buena gente que nos llevase en su tuk-tuk a Sukhothai, con dos condiciones sine qua non: primera, íbamos a darle en total 1.000 BAT (25 euros), y tenía que parar en el primer sitio que vendiese cerveza, porque queríamos ponernos como Harry Potter. Y así lo hizo, y así fue.
No sé si lo sabéis, pero la sensación de ir por la autopista en un pseudo-vehículo al aire libre mientras bebes Chang, o Leo (cuidado con la Leo, que empezaba a estar más buena que la Chang), es bastante placentera. Y, ¿sabéis lo que también es placentero, y además es el hermano siamés de la cerveza? El Pipí. Y, ¿sabéis quien tenía mucho, mucho pipí estando en el Tuk-Tuk?
Nacho
No sé si conoceréis a Nacho, pero es un tipo alto, no del todo feote, con perilla, pendientes de los que ya no se llevan… Y con la vejiga muy pero que muy pequeña. También se pone el casco de la moto como un cani vieeeho, pero de eso ya hablaremos en siguientes capítulos.
El pobre Nacho tiene, como decíamos, la vejiga más pequeña que el pito. Y claro, pues tuvo que hacer pipí. Así, tras pedirle al buenísimo de Juan (así se llamaba el simpático señor conductor del Tuk Tuk, lo sepa él o no), que parase en el arcén, la respuesta fue clarísima: ya era tarde, aún faltaba para llegar y tenía prisa; así que si queríamos mear teníamos que sacar la pilila fuera del Tuk Tuk y apañarnos como pudiésemos (nótese que esta explicación se produjo mediante señas y con dos o tres palabras en inglés).
Dicho y hecho: tras un par de amagos probatorios, Nacho encontró la postura perfecta para echar la que a la postre iba a resultar la meada más larga de la década, dejando su flujo perfectamente sobre 2 kilómetros de tailandesas carreteras.
Sukkothai
Y así, entre birras y pipises, y ya con noche cerrada, llegamos a Sukhothai. A la tarde siguiente cogíamos el autobús que nos llevaba a Chiang Mai, así que no había tiempo que perder. ¿Qué es lo primero que hace un español cuando llega a una ciudad tailandesa? Obvio, buscar un bar. Y no fue difícil, ya que sólo había dos bares en todo el pueblo, uno al lado del otro, a 100 metros de nuestro hostel (hostel en el que, por cierto, teníamos por vecinos a la araña que picó a Peter Parker y a esta bonita mariposa del tamaño de medio folio A4)
Nada más llegar al bar conocimos a Gerard, un chico de Barcelona que no se llamaba Gerard, que viajaba solo por Tailandia y que había ido hacía poco a la India, donde todo picaba más, era más grande, más bonito, más pequeño, más feo, más guay o menos guay según conviniese. Gerard se unió a nuestra mesa para comer con nosotros las sobras de la mesa de al lado (vamos a entendernos: los platos estaban intactos, éramos pobres y le pedimos permiso al camarero), tras lo cual nos fuimos al night market en busca de sitios denigrantes para seguir cenando. Y vaya que los encontramos.
Os he dicho que Gerard había estado en India y que allí todo picaba más, ¿verdad? Por tanto no era ninguna proeza para él comerse la fusión radiactiva de un jalapeño con una pimienta cayena del tamaño de un dedo meñique. O quizá sí que lo era, dado que al hacerlo empezó a echar humo por boca, nariz y ojos, y se fue corriendo a vomitar. Venga Gerard, ya si eso a la próxima.
En fin, con la muerte de Gerard moría también la noche, la cual dejó paso al bonito día que nos brindó Sukkothai para que, previo alquiler de bicis, visitásemos sus ruinas y viésemos la primera de las serpientes que veríamos en el viaje y a la que, por razones de cobardía, no nos dio tiempo a fotografiar:
Pero, como decíamos, esa misma tarde teníamos que coger el bus de 4 horas a Chiang Mai, la primera gran ciudad que íbamos a visitar en nuestro viaje, por lo que no tardamos muchos en ir a la estación de autobuses, a la que nos llevó el dueño del hostel.
El dueño del hostel tenía su propio tuk-tuk, pero en versión reducida, y no cabíamos todos. Uno tenía que meterse detrás del conductor en un espacio pensado para sólo una persona. El arrime de cebolleta estaba garantizado, y obviamente me tocó a mí. Y no, se me hizo un favor y no se me hicieron fotos, pero a Nacho sí:
La estación de buses no tenía nada de particular, si consideramos como no particular el hecho de tener una pista de futvoley en uno de sus extremos. Lo normal, queridos compatriotas y amigos extranjeros de ojos redondos, es que si pensamos en futvoley nos imaginemos a chavales en la playa jugando a pasar la pelota con los pies por encima de una red imaginaria, ¿no? O quizá nos vengan a la mente las noticias de deportes de Antena3 de cada mes de julio en la que ex jugadores brasileños hacen virguerías en Copacabana delante de una red de verdad, ¿correcto?
Pues olvidaos de toda esa mierda. En Tailandia, más te vale pensar en Muay Thai, en Oliver y Benji y en los Caballeros del Zodiaco, hacer un batiburrillo con todo ello, añadirle una pequeña pelota de algo parecido al mimbre y listos, nace el Caneball, deporte popular entre la chavalería de Sukhotha y, al parecer, de toda Tailandia.
Estas fotos no son nuestras, pero lo que vimos era puramente así, sólo que con los uniformes del colegio
Y con esta suerte de futvoley acrobático decíamos adiós a la pequeña ciudad, al night market, a las ruinas y a Gerard. Chiang Mai nos esperaba, y un trayecto en bus de 4 horas con comida muy picante a bordo también.