Daniel Kahneman es un psicólogo con doble nacionalidad, norteamericana e israelí, al que curiosamente le concedieron el Premio Nobel de Economía, junto a Vernon Smith, “por haber integrado aspectos de la investigación psicológica en la ciencia económica, especialmente en lo que respecta al juicio humano y la toma de decisiones bajo incertidumbre”. La principal contribución de Kahneman a la ciencia económica consiste en el desarrollo, junto a Amos Tversky, también psicólogo e israelí, de la denominada teoría de las perspectivas, según la cual los individuos toman decisiones, en entornos de incertidumbre y que comportan riesgo, que se apartan de los principios básicos de la probabilidad, es decir, de la adecuada y proporcional valoración de los riesgos. A este tipo de decisiones lo denominaron “atajos heurísticos”, y en ellas tiene mayor influencia el miedo a la pérdida que el deseo de ganancia. Lo cual lleva a situaciones tan curiosas como la siguiente: si una persona, al salir de su trabajo y camino de su casa, se encuentra un billete de 50 euros y antes de llegar a casa, asimismo, lo pierde, el disgusto por esta pérdida resultará que es mayor que la alegría por aquel encuentro; por tanto, al llegar a casa, tras sumar alegrías y restar disgustos, el resultado no será neutro, como parecería lógico, sino que se irá a la cama disgustado. El problema, pues, se ha generado a la hora de escoger un punto de referencia a partir del cual dividir sus perspectivas, punto que resulta ser asimétrico: la alegría por encontrarse dinero se equipararía con el disgusto por perderlo sólo, por ejemplo, si uno se encuentra 50 euros y nada más pierde 35 (aunque algunos estudios sugieren que las pérdidas son el doble de poderosas, psicológicamente, que las ganancias a la hora de tomar una decisión). Todo lo cual indica que tenemos, de partida, como género humano, aversión por las pérdidas, eso que nuestro refranero registra con el dicho de que “más vale malo conocido que bueno por conocer”.
El caso es que este es un asunto que admite transitar hacia mayores profundidades, en las que van apareciendo interesantes variaciones que amplían los términos de la cuestión. Por ejemplo: parece que nuestra necesidad de contar con referencias en las que apoyar nuestra respuesta a situaciones de incertidumbre o riesgo nos puede llevar muy lejos de lo que la estricta racionalidad daría de paso. Kahneman y Tversky, en uno de sus experimentos, pedían a los sujetos que hicieran funcionar una rueda de la fortuna de esas que existen en los casinos. Después de que la rueda se parara en un número (que, evidentemente, resultaba aleatorio), se les pedía que calcularan a ojo de buen cubero el número de países africanos que había en las Naciones Unidas. Quienes habían sacado un número bajo en la rueda decían una cantidad pequeña, y los que sacaban un número alto hacían un cálculo superior. En suma, ante situaciones de incertidumbre, no esperamos a que la racionalidad o la experiencia nos ayuden a generar una respuesta, sino que echamos mano de cualquier referencia que el ambiente pueda perentoriamente darnos y nos apoyamos, a veces temerariamente, en ella. Buscamos, pues, en el entorno alguna señal a la que vincular nuestra necesidad de respuestas y, aunque esa asociación sea irracional o supersticiosa, nos apoyamos en ella antes que mantenernos en la incertidumbre. Así que tenemos aversión desproporcionada no sólo por las pérdidas sino, en general, por la incertidumbre o lo que conlleva riesgo.
Probablemente, creo yo, haya en esa necesidad de buscar referencias algunas diferencias según sea el grado de madurez que haya alcanzado el sujeto. Personas especialmente inmaduras en su desarrollo intelectual y afectivo manifiestan, por ejemplo, problemas de ecolalia, en los que su respuesta a las preguntas de un interlocutor se limita a repetir la pregunta o las últimas palabras de la pregunta; es lo único que se sienten capaces de responder. Es decir, no disponen de otra referencia de la que echar mano para responder que la pregunta misma, y a ella se aferran. El recurso al que recurrían los sujetos experimentales de Kahneman y Tversky para calcular el número de países africanos podríamos, en ese mismo sentido aunque evolutivamente un poco por encima de la ecolalia, asimilarlo a la superstición, que seguramente interviene en nuestras decisiones mucho más de lo que pensamos, pero que no agotaría ni resultaría definitivo a la hora de valorar nuestras posibles respuestas a las situaciones de incertidumbre, las cuales podrían ir siendo más o menos racionales también en función del grado de madurez alcanzado.
Hasta aquí pretendo que queden más o menos expuestos los términos de la solución. A partir de aquí, y así aprovechamos, intentaremos enunciar los propios del problema que pretendemos abordar.
Hoy vivimos en España una clara situación de incertidumbre: no sólo la crisis económica, también la institucional y la de nuestra estructuración territorial, así como la falta de credibilidad que transmiten los partidos políticos tradicionales, que han demostrado estar más interesados en mantener sus chiringuitos que en arreglar los problemas de la ciudadanía; añadamos la corrupción, incluyendo la falta de independencia del poder judicial, que impide afrontar la lucha contra ella con unas mínimas garantías, el despilfarro en el gasto público… En UPyD pensamos que todo ello debería favorecer decididamente la transición hacía otras formas de respuesta a los problemas económicos y de organización del estado, y consiguientemente hacia la emergencia clara de alternativas políticas, entre las cuales, la de UPyD sería, precisamente, una ellas. Incluso pensamos que, hoy por hoy, es la fuerza política más sensata del panorama político, por no decir la única. UPyD, efectivamente, está creciendo, pero ni mucho menos lo suficiente como para contrarrestar la inquietante sensación de que lo que en el horizonte aguarda puede ser aún peor que lo que hoy tenemos. Cuando nos estamos jugando, pues, el superar una situación catastrófica que, a pesar de algunos espejismos coyunturales, sigue empeorando y que está lastrando gravemente la vida de grandes sectores de la población, especialmente la de nuestros jóvenes, ¿por qué cuesta tanto que la racionalidad pueda abrirse paso?
La respuesta bien podría ser la que nos brindan los experimentos de Kahneman y Tversky: por un lado, la ganancia que promete UPyD no llega a contrarrestar el miedo a la pérdida que conlleva prescindir de las referencias mejor conocidas. Uno, cuando a la hora de valorar sus opciones deja intervenir a su parte racional, puede estar de acuerdo en que las propuestas de UPyD son más consistentes, si de afrontar nuestros problemas con garantía se trata, pero que un partido así pueda llegar a ser decisivo, ¿no sería como dar un salto en el vacío? El miedo a la pérdida puede, de un modo mayoritario todavía, más que la posibilidad de salir ganando.
Y por otro lado, UPyD es una fuerza suficientemente desconocida todavía como para que la opinión pública se sienta aún a falta de referencias sólidas en las que apoyarse a ese respecto. Y el mismo miedo al riesgo que supone apoyar algo nuevo, sustentado a veces en la mala fe de algunos, ha ido emitiendo unas referencias tan poco razonables como perversas que impiden que UPyD crezca lo que debería. Una de esas referencias que cuenta con predicamento es que “UPyD es como los demás: cuando sus candidatos pisen moqueta, serán igual de corruptos”, desechando el dato de que proponemos medidas concretas que garantizarían la lucha contra la corrupción. Otro mantra que, como el de la rueda de la fortuna de aquellos sujetos experimentales que antes citábamos, tira irracionalmente de la opinión pública en contra de UPyD, es el de que “UPyD es un proyecto personalista de Rosa Díez, que es una persona egocéntrica sin otros intereses que el de saciar su vanidad y sus ansias de poder” (un mantra este muy avalado por Rajoy, a juzgar por cómo trata a nuestra líder en el Parlamento).
En resumen, fundamentados en ese tipo de recursos que anteceden a la aparición de la racionalidad y de la ponderada valoración de las expectativas, el miedo a la pérdida y la aversión por la incertidumbre pueden llegar a tener entidad suficiente como para que acabemos perdiendo aún mucho más y nos aboquemos a una situación de incertidumbre y riesgo aún mayor que la actual.