Hoy es un día del libro inusual, con las librerías cerradas, con la FIL cancelada, al menos de manera presencial y un escenario incierto para las editoriales independientes y sus intermediarios —librerías y libreros—. En medio de todo esto, leer, para quienes aún podemos hacerlo, es un acto privilegiado al cual este texto busca rendir tributo.
Hace semanas que no duermo bien, no siempre —menos mal—. También hay temporadas en que el sueño es una guerra ganada, una victoria silenciosa y privada, un sueño en el que abrazo a mi abuelo fallecido antes de que toda esta incertidumbre mundial sobre la salud, sobre el futuro, asomara sus cabellos negros sobre la ventana.
Pero mis tropiezos, mi carácter iracundo que en más de una ocasión busca la palabra más hiriente no se debe a esta pandemia y su encierro como método de supervivencia, se ha adecuado a ella más bien. La crisis me ha cogido con la noticia de mi ausencia de trabajo, paralizó nuevas oportunidades laborales que pondrían orden al caos, incrementó esa presión en el pecho por una deuda al banco que saqué para pagar los estudios de mi maestría y que ahora se me dificulta pagar. Y, sobre todo, me ha cogido en medio de un duelo que me afecta tanto, pienso, porque quise creer que mi abuelo era inmortal.
Así que los males del encierro, producto de la pandemia, vienen con ese añadido, le han dado forma. Se podría decir que he privatizado la oscuridad. Aunque en realidad todo dolor es privado, por más común y mundial que sea la causa.
Sin embargo, nunca, en ningún momento he dejado de leer. Confieso que aún sonrío leyendo, que una lágrima se aviva, que prendo la canción más exacta que acompañe la escena del libro que estoy leyendo. Ayer fue de Tom Waits, hoy Chavela Vargas o Leonard Cohen. Es una suerte, viendo los casos de escritoras como Katya Adaui o Mariana Enríquez, que han escrito bellos y honestos textos sobre la parálisis que sienten ante esta incógnita globalizada de la vida. Esta imposibilidad de leer o escribir que afortunadamente no comparto, pero lamento porque también lo veo en gente que conozco.
También hay los casos de Vila-Matas, que ha escrito sobre su cambio de lectura, nuevos apetitos, nuevas miradas. Vila-Matas escribe el tránsito de lo que denomina el lector detectivesco al lector pandémico y desde ahí traza algunas reflexiones sobre cómo mirar nuestro entorno más próximo y ello a partir de su lectura pandémica de un ensayo de Jordi Soler.
Hay quienes no han cambiado su ojo lector, sino que más bien se han reconciliado con el tiempo perdido, entregándose diez horas diarias a la lectura, como Vargas Llosa, quien en sus últimas columnas he recordado a antiguos profesores y ha revivido polémicas literarias sobre la calidad de la obra de Benito Pérez Galdós, a raíz de un debate sobre él entre Javier Cercas y Antonio Muñoz Molina.
Pero quizás de quien más he estado disfrutando —y afirmando mi ignorancia— es a William Ospina. Capaz de generar un análisis sociopolítico refutando la tesis de que la política puede ser prosa fría de diario. Recurriendo a filósofos y, en especial, a literatos del romanticismo, a clásicos, dando luz a la supuesta oscuridad del medioevo y transitando contemporáneos que podrían presumir ya de posteridad. Ospina reflexiona, crítica y visibiliza lo que debería ser visible y no lo es. Y cuando lo hace, nos ilustra con su erudición.
Sucede que últimamente he estado leyendo la trilogía de la conquista de América con la que se inauguró en la novela este poeta celebrado, este ensayista respetado. Lo conocí con su cuarta novela El año del verano que nunca llegó en la que recrea no sólo la noche en que se reunieron en un mismo lugar Percy y Mary Shelley junto a Lord Byron y John Polidori, sino que es todo un tributo a la época del romanticismo, a los efectos y a la gestación de la novela. Hay una suerte de tesis mágica ahí que no dejo de pensar, el de la escritura no sólo como un acto racional, sino también de convivencia con cierto misticismo que hermana a autores, sus experiencias y hace posible la creación de nuevas historias. Si no, cómo explicar que cuatro de los grandes escritores de la literatura universal coincidieran en una misma villa y que a lo lejos un volcán indonesio estallara y los dejara en la posibilidad soñada para que dos de ellos escribieran obras maestras como El Vampiro y Frankenstein o el moderno Prometeo.
Ahora, que ando semi incomunicado, he podido leer su primera aventura en la novela y me he entregado a la violencia de Gonzalo Pizarro —de quien Manuel Asencia Segura ya había escrito una novela—, del espíritu de aventura de Pedro de Ursúa y de la belleza mestiza de Inés de Atienza.
Leer a través de los ojos de los primeros europeos llegar a América ha sido una coincidencia a la que le doy sentido. Ellos se encontraron ante un nuevo mundo a sus ojos, de la misma manera en que nosotros nos estamos encontrando ante uno nuevo ahora. Ellos tuvieron que inventar palabras para aquello que desconocían, las cosas precedían a las palabras y éstas reclamaban su nomenclatura. Nosotros estamos en la búsqueda de palabras para el temor que sentimos, para la desolación que nos habita. Yo busco palabras para explicarme este abrazo desnudo que siento y a la vez no puedo palpar de mi abuelito.
De lo que he venido leyendo, permítaseme unas líneas más, hay otro autor que quisiera mencionar por justicia poética. Jorge Ibargüengoitia es un autor mexicano que ha estado tal vez unos cinco años en mi biblioteca, sin que lo tocara. Es un autor aún poco conocido, aunque el libro que yo tengo sea paradójicamente una edición crítica con muchos estudios.
Quisiera recomendar Los relámpagos de agosto y El atentado. Supongo que hay dos formas de ver la vida en mí: una trágica, que busca cierta épica en las cosas, una lágrima que sea decente y no cursi. Otra es la corrosiva y burlona que se jacta por no creer del todo.
Cuando Vargas Llosa escribió La guerra del fin del mundo describió —entre muchas cosas— una visión épica de una lucha entre la República y los grupos religiosos que obedecían a otra visión del mundo, una lucha de visiones. El caso de Ibargüengoitia es similar, su obra está contextualizada en los tiempos inmediatamente posteriores a la revolución mexicana. Una serie de golpes de Estado entre los mismos hombres que lucharon por el cambio en México y, también, entre la República y grupos religiosos católicos que tenían otra visión del papel de la Iglesia en el País. Pero la mirada de Ibargüengoitia no es el de la épica, es la del descrédito, la del humor escéptico y el ojo que ve las grandes hazañas partir de las más nimias causas.
Así veo un poco la situación actual, hay una épica de grandes tragedias y al mismo tiempo la aparición de la anécdota. Yo espero que todo esto acabe, abrazar a los míos y a la vez sé que eso también significa la aparición feroz del banco a cobrar su deuda.
Decía que hace semanas que no duermo bien, pero eso no sucede siempre. Desde hace unos días las noches son breves y el frío arrulla. No sé exactamente por qué no me he visto impedido de leer, pero sé que gracias a ello mi capacidad de herir a la gente que me quiere no fue más lejos y mi capacidad de quererlos nunca ha avisado peligro de caducidad. No sé si leer me hace mejor persona, pero sé que podría ser peor si no lo hiciera.