Revista Diario
Hace mucho tiempo que, a pesar de las ganas, no escribo en el blog por falta de tiempo. Pero hay ocasiones en las que merece la pena retomarlo y poneros un poco al día de nuestras historias. Y ahora que con la nueva maternidad vuelvo a sentirme inspirada voy a recuperarlo, ¡tengo mucho que contaros! :)
Este año la niña de mis ojos ha terminado la etapa de infantil. De manera inmejorable, feliz por ir a primaria y a la vez un poco triste por la bonita etapa que deja atrás.
Parece que fue ayer cuando busqué aquel ansiado embarazo, cuando estaba embarazada de ella y os hablaba de mi ilusión por ver a mi pequeña, de su desarrollo, de su parto (os debo el relato del parto de su hermano pequeño), de la lactancia en tándem que fue junto a su hermano mayor…
Parece que fue ayer, también, cuando nos vinimos a este pueblo, ella tenía la misma edad que tiene ahora su hermano pequeño (siete meses) y su hermano mayor, de cuatro años, aún no iba al cole. Me acuerdo bien de cuando dio sus primeros pasos, cuando comenzó a hablar, dejó el pañal…tantos hitos y momentos emocionantes que me dejo muchísimos en el tintero pero que llevo grabados a fuego en mis recuerdos y en mi corazón.
Y así, sin darme apenas cuenta, mi hija querida ha terminado infantil, mi princesa guerrera pasa ya a primaria y todavía me cuesta creérmelo, significa que crece a toda prisa. Y lo más importante, lo hace del mejor modo posible: feliz.
Los que me seguís desde el principio y todas mis amistades sabéis que yo siempre he sido una dura detractora del sistema educativo actual que vivimos en este país, que lo he criticado siempre que no me ha gustado algo y que tenía clarísimo que mi niña, mi pequeña, no pisaría el cole hasta los seis años. Pero, cosas de la vida, ella finalmente sí ha ido a infantil y hoy, que ya lo ha terminado, puedo decir que ha sido para ella una experiencia única, positiva y muy enriquecedora en muchos sentidos. Y en eso ha tenido que ver la suerte, sí, la suerte de haber estado acompañada durante tres años de una maestra que ha sabido tratarla exactamente como ella ha necesitado. Una maestra con la que repetiría un millón de veces.
Cuando las madres y padres dejamos a nuestros pequeños por primera vez en el cole sentimos mucha pena y emoción al mismo tiempo. Sentimos que nuestros bebés ya dejaron de serlo, sentimos que se cierra una etapa, especialmente si hemos tenido la enorme fortuna de poder criarlos personalmente durante esos tres primeros años de vida, como ha sido mi caso.
No sabemos si estarán bien…o no, no sabemos si están llorando, si nos echan de menos tanto como nosotras a ellos. Sentimos que somos las únicas que sabemos qué necesitan y que podemos darle exactamente eso. Y es cierto, no hay nadie como una madre para cuidar y amar a sus hijos. Así que, cuando los tenemos que dejar en un lugar a menudo desconocido para nosotras, con gente desconocida que no sabemos ni de dónde ha salido ni cómo será con nuestros hijos, que no sabemos si sabrá cuidar de ellos como se merecen, sufrimos, sufrimos bastante y con razón. Y esto se incrementa cuando criamos desde el respeto y la empatía, pues no todo el mundo piensa en esto como un sistema válido de enseñanza.
Así que, por todo esto, yo tenía claro que mi niña no pisaría infantil. Pero resulta que, cosas de la vida, fue precisamente ella la que me pidió ir al cole. Ella veía a su hermano allí, veía las aulas, el ambiente…y, tras una larga charla con ella de los pros y los contras, decidimos en familia que la matricularíamos en 3 años. Teniendo claro que, si ella no estaba feliz, no volvería.
Aún recuerdo su primer día, ella tenía una mezcla de emoción y miedo. Estaba deseando pero a la vez no sabía qué se iba a encontrar y su mirada lo decía todo. Recuerdo verla subir las escaleras con sus compañeras, irme y salir con lágrimas en los ojos. Yo sí que tenía miedo… miedo de que mi pequeña guerrera sufriera, de que dejara de ser ella misma para limitarse simplemente a obedecer. De que perdiera su imaginación y su creatividad entre tanta ficha y trabajo dirigido. Pero no, resulta que la personalidad fuerte y arrolladora de mi pequeña sigue intacta y más fuerte que nunca y no os imagináis qué orgullosa me siento de ella.
Han pasado tres años de ese momento y podemos respirar tranquilos y felices. Ella ha hecho montones de amistades, ha aprendido un montón, se ha quejado todo lo que ha necesitado, ha llorado siempre que ha tenido que ser así y ahí ha estado su madre (y también su padre) para defender sus derechos y su seño Rosa para respetarlos siempre y hacerla sentir escuchada y valorada. Ha sido una niña muy feliz en la escuela, pese a nuestros miedos. Y la verdad, me siento muy agradecida por haber tenido la enorme fortuna de dar con una maestra competente y llena de amor y cariño a su trabajo. Porque eso marca la diferencia, eso ha logrado que mi hija, a sus seis años, sea una niña tan feliz. Su seño tiene mucho que ver en eso ya que es la tercera persona adulta que más tiempo ha pasado con ella en los últimos tres años.
Quien me conoce personalmente sabe que se me da bastante bien escribir pero no tanto hablar con la gente, ya que mi fobia social hace de las suyas en muchas ocasiones, especialmente cuando se trata de expresar sentimientos o emociones, ya que me siento insegura, me suelo trabar y parezco lela cuando hablo, mezclo palabras o simplemente, no sé qué decir.
Pues esta mañana he ido a recoger las notas de los peques y, por supuesto, me he despedido de la maestra de mi hija, aunque quizá no del modo que me hubiera imaginado, ya que no quería terminar llorando como una magdalena, que me conozco. Dura que se muestra una (de puertas para fuera, que, dentro, mi alta sensibilidad me hace llorar por mil razones mucho menos importantes). Así que al irme me he quedado con la sensación de haberme faltado muchas cosas por decir, por expresarle, pero simplemente no he sido capaz.
Me hubiera gustado darle las gracias por cuidarla tan bien durante estos tres años, por comprender sus llantos los primeros días, por intentar consolarla, por no juzgar sino apoyar, por confiar en nosotros y en nuestro estilo de crianza, por ayudarla siempre que lo ha necesitado, por animarla en sus días malos, por hacerla reír en tantas ocasiones.
Agradecer que, como padres, hayamos podido participar todo cuanto hemos querido y podido en clase, leyéndoles cuentos, jugando con ellos, enseñando cosas interesantes...
Darle las gracias por escucharla, por atender sus necesidades, por comprender que a veces simplemente necesitaba soledad y otras necesitaba un empujoncito para entablar nuevas amistades, por permitirle ser ella misma en todo momento, por animalarla a serlo, por darle los estímulos que ha ido necesitando en cada etapa para conseguirlo, por tener tanta paciencia, por confiar en ella y en sus capacidades, en su desarrollo, sin prisas pero sin pausa.
Por ayudarla a aprender, por enseñarla, junto a nosotros, a ser mejor persona. Y por quererla tanto. Tanto como para que tanto a nosotros como a ella nos quede un buen recuerdo de su paso por nuestra vida y la recordemos siempre con una sonrisa. La vamos a echar tanto de menos...
En definitiva, le agradezco su buen hacer porque realmente ha sido una maestra maravillosa, que no solo ha conseguido que “sus niños” hayan aprendido todo el contenido curricular que tocaba, sino que también les ha enseñado valores y ha logrado que mi hija siga siendo la misma niña feliz, risueña y llena de creatividad y alegría que era cuando la dejé el primer día en sus manos. No podría sentirme más feliz. Así que claro que le doy las gracias y con todo el corazón.
Y agradezco a la vida por seguir viendo crecer a mi pequeña, ver cómo sigue superando etapas y que sigue siendo esa pequeña guerrera que me trae de cabeza cuando se pone cabezota y saca su gran carácter pero que a la vez me hace sentir tan orgullosa y feliz de ser su madre.En septiembre, a por una nueva etapa.
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