Revista Comunicación

Nuestra terrible geografía, por Sara Bertrand

Por Jalonso

Sara Bertrand es amiga de Marina Pagnutti. A través de ella la conocí en Buenos Aires hace unos meses. Ambas habían compartido un taller de crónicas dado por el maestro Alberto Salcedo Ramos en Valledupar, Colombia, el año pasado.

Sara me ayudó a contactar a mi hermano en Santiago, Chile, en estos días de desasosiego.

Esta es su experiencia, inmersa en el terremoto.

La madrugada del sábado 27 me desperté con un zumbido. Ese ronquido indiscutible que hace la tierra cuando va a temblar. Me acomodé en la cama y esperé, porque los chilenos nacemos acostumbrados al vaivén. Al rato, comenzó el remezón, lento, pero constante, no sé cuanto duró esa primera etapa de “calma”, pero en algún punto, saltamos de la cama y con mi marido emprendimos la difícil tarea de bajar las escaleras y ponernos a resguardo con los niños. Los escalones se perdían y como una culebra, la escalera se convirtió en un tobogán. Mis pasos caían en cualquier parte, menos donde yo quería. Extraño. Una sensación de no controlar tu propia humanidad y me imagino que en ese punto supe que se trataba de un terremoto, pues desde chica aprendí que la diferencia entre un terremoto y un temblor es, precisamente, la de no poder moverse por uno mismo.

La dificultad para mantenerse en pie. Así es que nos quedamos afirmados en un pasillo sin ventanas, un lugar con características “seguras” y ahí estuvimos como quien va en una locomotora fuera de borda, a miles de kilómetros por hora, sacudiéndonos de un lado para otro, un tiempo que se hizo eterno, pero que los expertos aseguran que no duró más de dos minutos. Es decir, el tiempo exacto fue de 57 segundos en su epicentro, ubicado a 63 kilómetros de Cauquenes, al sur de Chile, pero las ondas expansivas que se liberaron en un radio de miles de kilómetros, nos ofrecieron un movimiento que parecía no terminar. Cercano al epicentro, la zona fue desvastada, lo mismo que el valle de Colchagua, conocido por sus buenos mostos y esas casas viníferas de prestigio que cayeron como saco de papas y para qué decir Talcahuano, Concepción, Penco, Constitución. ¡Uf!, en esos lugares el mar entró como el gran invitado de piedra sin darle tiempo a la gente para arrancar, pues apenas terminó de sacudirse la tierra, vino la ola, una que arrasó con casas, niños, veraneantes, porque en Chile todavía disfrutábamos de los últimos días de vacaciones y el agua entró con la fuerza de sus miles de metros cúbicos y se lo llevó todo. Los barcos que quedaron varados en medio de las calles, son el testimonio menos cruel de este fenómeno.

Así es que permanecimos en ese lugar seguro hablándonos a gritos porque la sonajera era tan desproporcionada que apenas oía el llanto de mi hija que tenía abrazada a mí como un koala. Recuerdo que pensé que tal vez se trataba del mega terremoto que vienen anunciando los sismólogos hace un tiempo, un súper terremoto que debe venir en la ciudad de Santiago debido a la existencia de una laguna sísmica. Esto es, un área en la que se espera que se produzca la liberación de energías por el choque entre las placas de Nazca y Sudamericana provocando un terremoto de gran magnitud. Estábamos a oscuras, semi dormidos batiéndonos para un lado y otro, cuando en un momento comenzó a amainar.

Claro que la tierra siguió moviéndose en múltiples temblores durante toda la noche hasta el día de hoy, por eso dormimos con los niños en nuestra pieza esperando la “gran réplica” que no llegó esa noche. Es que todo terremoto trae una réplica monumental, lo aprendí en el 85 cuando era una niña y vino el terremoto y, pocos minutos después, otro igual de fuerte y ahí supe que existían las réplicas, algo como un espejismo del propio terremoto. Esa noche la réplica tenía la cara de un fantasma feroz, un monstruo inanimado y movedizo que vendría a poner fin al desastre que nos rodeaba, pues estábamos sin agua, sin luz, sin teléfono y con los celulares muertos. Una sen sensación de incomunicación que en nuestra era globalizada produce ansiedad. ¿Qué habría pasado? Nos faltaban las imágenes que proporciona la televisión, nos faltaba Internet, nos faltaban mensajes de texto, nos faltaba la tecnología 2.0 del siglo XXI. Logramos sintonizar una radio que hablaba de un terremoto grado 7, pero con mi marido sabíamos que había estado sobre los 8, pues ambos vivimos el del 85 y nos pareció que este era más largo y profundo, además de algunos detalles estúpidos, pero contundentes, como que se abrieron las puertas de los clósets y se cayó todo.

Luego, que la tremenda biblioteca que tengo adosada a un muro se desprendió y con todo su peso quedó ubicada en medio de la pieza. Lo mismo ocurrió con mi mesa de comedor que pesa una enormidad, ya que tiene una cubierta de vidrio que la tuvimos que instalar entre cuatro personas, esa noche se movió hasta la puerta. Es decir, constatando nuestros mínimos e insignificantes daños –porque no teníamos ninguna pérdida importante que lamentar– sabíamos que estábamos a lo menos sobre un punto porcentual de daños respecto del 85, pero ¿cuánto? No lo supimos hasta el día siguiente cuando la magnitud de daños comenzó a aflorar y cada día que pasa oímos con desconsuelo cómo se incrementa el número de muertos, vamos sobre los 700 y eso que no se han contemplado el número de desaparecidos.

Lo mismo que ocurrió con el terremoto de Chillán de 1939, que no lo viví pero aprendimos en el colegio que ha sido el más devastador de la historia de Chile por el número de víctimas que cobró, sobre los 30 mil. Claro porque también sucedió de noche, también nos pilló desprevenidos, porque los chilenos estamos preparados para que se mueva la tierra, todos saben que frente a un movimiento de tierra hay que correr a los cerros si estás en la playa, pero es difícil hacerlo cuando te despiertas en medio de la sacudida y debes despabilarte y comprender que no es una pesadilla la que te hace ir de un lado a otro sin control sino que es nuestra temible geografía que nos recuerda que la tierra bajo nuestro pies está viva, que cada tanto las placas tectónicas buscan su acomodo y que la ilusión, la única real, es que convivamos con esa falla sin tener conciencia de que necesitamos precavernos.

Y que prevenir implica construir seguro, pues esa noche, en medio de esa sonajera y movimiento infernal, di gracias por mi casa, porque nos resguardó dentro, pero prepararnos también significa contar con sistemas de alarmas que funcionen de forma expedita, pues ¿cómo es posible que haya un terremoto en el continente y no se les haya avisado a tiempo a los de las islas de Juan Fernández donde una ola gigante se llevó la mitad de las casas de la playa? La tierra bajo nuestros pies nos trae de vuelta a la realidad, nuestra realidad, la de un país de temblores, de volcanes, de aguas que quieren conquistar la tierra, un país que debe convivir con esa temible geografía y que por muy moderno y exitoso que se vuelva, no puede olvidar esas raíces, pues cada tanto supuran dentro.

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