El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, anunció que tiene «nuevos planes para Venezuela». Lo dice en tono festivo, como si estuviera frente a las cámaras de un gran show televisivo al estilo yanqui, mientras sus más cercanos colaboradores sonríen y aplauden y sus aliados guiñan ojos en señal de complicidad.
Dueño de los destinos de la humanidad, eso se cree. Tuitea a diestra y siniestra, sin cuidarse del disparate, de la ofensa a otros, del ridículo, del error. Se lanza a escribir con la soberbia de su clase social (ya nadie habla de clases sociales, como si no existieran) y la inteligencia de un mosquito. No es que sea poco inteligente, no lo es sin duda, pero cuando se mira al mundo con los ojos de la prepotencia, tras los cristales cegados por el odio, no se puede esperar más que el error y el horror expresados en unos pocos caracteres, donde lo mismo se burla o acosa a una mujer, que se ríe de un contrincante político, que ofende a un enemigo, que amenaza a una nación soberana con los más crueles castigos.
Trump no tiene piedad ni de los políticos coterráneos. Llama «Pocahontas» a Elizabeth Warren, porque dijo tener ascendencia nativa americana; «Sleepy Joe» a Joe Biden, su posible contrincante demócrata en las venideras elecciones; de Bernie Sanders, otro de sus posibles rivales electorales, afirmó que padece de Alzheimer; irrespeta a Nancy Pelosi, presidenta de la Cámara de Representantes. ¿Qué se puede esperar? Denuesta al presidente de Venezuela, Nicolás Maduro; al presidente de Nicaragua, Daniel Ortega;
amenaza a Irán, a Venezuela, a Cuba, promete borrar países enteros de la faz de la tierra.
Desde los «viejos tiempos» del imperio, no se escuchaba a un mandatario yanqui hablar con tanta arrogancia de los destinos de América Latina, con tanta «seguridad» de amo, con tanta espuela, látigo y cañonera en la palabra.
«El cumplimiento de nuestro destino manifiesto es extendernos por todo el continente que nos ha sido asignado por la Providencia… Es un derecho como el que tiene un árbol de obtener el aire y la tierra necesarios para el desarrollo pleno de sus capacidades y el crecimiento que tiene como destino», escribió, en 1845, el periodista John L. O´Sullivan, quien por primera vez nombró a la doctrina Destino Manifiesto.
«Y esta demanda está basada en el derecho de nuestro destino manifiesto a poseer todo el continente que nos ha dado la Providencia».
Sin embargo, el continente, a pesar de sus lacayos, cipayos y lamebotas de siempre, no ha perdido el instinto de rebelión que nos hizo libres del coloniaje español, del que nacieron Sandino, Morazán, el Che, Fidel, Chávez y tantos otros.
Cuba, Nicaragua y Venezuela, «la tríada del mal», según el emperador de los blancos muy ricos del norte, no clasifican entre los países que cumplen los parámetros establecidos por Estados Unidos para ser consideradas una nación «libre» y «democrática». La policía no reprime al pueblo –incluso no hay Carabineros como en Chile–, no hay desaparecidos, no hay torturados.
Los que en la isla antillana se autotitulan opositores, a pesar de las evidentes transgresiones de la ley que cometen regularmente, a pesar de ser declaradamente
asalariados de una potencia extranjera, contra toda lógica, hacen lo posible y lo imposible para provocar que los repriman, sin lograrlo. Eso los enfurece y enferma de odio e impotencia. Reciben todos los beneficios a los que tienen derecho como ciudadanos cubanos, aunque luchen «decididamente» por destruir esos derechos. Padecen de amnesia histórica y servilismo patológico.
Ahora, una vez más, Donald Trump amenaza, promete a Venezuela «cosas nuevas», parece que el arsenal de maldad es inagotable. ¿Qué más pueden hacer? Medida tras medida estrechan el cerco económico a Cuba, para matarnos de hambre, para provocar sufrimiento, desesperación, para sembrar el caos y así ponernos de rodillas. ¿Por qué tanta saña? Porque hemos cometido un «pecado» que ningún imperio perdona, la insumisión.
En carta que Antonio Gramsci le escribió a su esposa Giulia, el 6 de marzo de 1924, le dice: «¿Qué me salvó de convertirme completamente en un andrajo almidonado? El instinto de rebelión».
Eso que llevamos en la sangre, en nuestro adn, en nuestra historia, que se hizo conciencia en los siglos de lucha y resistencia, que entró a formar parte de nuestra actitud ante la vida, de nuestra manera de ser y ver el mundo, nos salva de convertirnos en andrajos andantes, en esclavos sumisos, e impide que nos convirtamos en servidores sin patria de la arrogancia y el menosprecio.
El imperio cree que su destino manifiesto es dominar a América Latina y el mundo. Nosotros creemos que nuestro destino manifiesto es ser independientes, construir un mundo de hombres y mujeres libres, nuestro destino es la libertad, el socialismo, el mundo mejor donde no caben la arrogancia y la prepotencia de un gobierno que nos desprecia y subestima.