Uno de los grandes descubrimientos de nuestra época es el de que el tiempo y el espacio son relativos. Apoyados en Jean-Pierre Garnier, físico francés nacido en 1940, doctor en mecánica de los fluidos, podríamos decir eso de otra manera: junto al tiempo y el espacio en los que se desarrolla nuestra vida consciente coexiste otra dimensión supratemporal y supraespacial que a veces, cuando se dan determinadas condiciones, se cuela dentro de los márgenes de nuestra vida consciente. Esa constatación ha acabado por desembocar en la teoría de que la materia es dual: corpuscular y energética; lo corpuscular, dice Garnier, pertenecería a nuestro mundo físico habitual y lo energético apuntaría hacia esa otra realidad, que coexiste con la primera, pero que trasciende el tiempo y el espacio. Jean-Pierre Garnier, dio a conocer en 1988 su Teoría del Desdoblamiento del Espacio y del Tiempo, según la cual todos tenemos un doble de nosotros mismos que “camina por delante” de nuestro yo físico en el tiempo y en el espacio, o mejor sería decir fuera del tiempo y del espacio, un “yo cuántico” imperceptible que, dicho en términos tridimensionales, se proyecta hacia el futuro anticipando las múltiples posibilidades a través de las cuales puede discurrir nuestro yo físico partiendo de un momento determinado, y que es capaz de situarse asimismo en cualquier punto del espacio. Ese otro yo que sabe de nosotros más que el yo que somos conscientemente se comunica con nosotros principalmente a través de los sueños, de algunas poderosas intuiciones, premoniciones y hasta visiones. Es como si el yo cuántico, desprovisto de las limitaciones del tiempo y del espacio, pudiera viajar al futuro hacia el que nos hemos puesto en marcha a partir de un momento y unas decisiones determinadas, y trasladarnos la información de en qué consiste ese futuro que ya hemos empezado a construir desde nuestro presente, con las decisiones y conjunto de variables que se han puesto en marcha desde ese presente.Ocurre algo similar a cuando el presente actualiza futuros potenciales que se crearon en el pasado. Y algo asimismo equivalente sucedería respecto de la posibilidad de trascender el espacio. En suma, ese “yo cuántico” somos nosotros mismos, pero observando las cosas desde otra dimensión supratemporal y supraespacial; un yo que no es perceptible en los términos o márgenes de nuestra conciencia, la que se desenvuelve en el ámbito tridimensional. Adquirirían sustento, con esta teoría de Garnier, las observaciones de Carl Gustav Jung, que daba credibilidad a la capacidad de nuestros sueños de evocar desde nuestro inconsciente posibilidades que el yo consciente no consigue vislumbrar, y también a las intuiciones y premoniciones de anticipar lo que habrá de suceder en un tiempo que aún no ha llegado. Jung pensaba que el sueño era la forma fundamental en que el inconsciente se comunicaba con la parte consciente del ser humano, enviando mensajes simbólicos. Pero el mismo Jung, además de tener él sueños de profundo significado simbólico, tenía también periódicamente visiones poderosas, incluso en estado de vigilia. En su libro autobiográfico “Recuerdos, sueños pensamientos”, Jung cuenta cómo entre 1913 y 1914 fue asaltado por terribles visiones de mares de sangre que inundaban Europa, en los que flotaban montañas de cadáveres. Llegó a pensar que se estaba volviendo loco, pero pudo finalmente concluir que eran visiones anticipatorias del estallido de la Primera Guerra Mundial. El siguiente es el extracto del libro en el que se refiere a estos sueños y visiones:
Ilustración de “El libro rojo de Jung” sobre sus visiones premonitorias
“En octubre (de 1913), cuando me hallaba solo de viaje, me sobrecogió una alucinación: vi una espantosa inundación que cubría todos los países nórdicos y bajo el nivel del mar entre el mar del Norte y los Alpes. La inundación comprendía desde Inglaterra hasta Rusia y desde las costas del mar del Norte hasta casi tocar los Alpes. Cuando llegó a Suiza vi cómo las montañas crecían más y más, como para proteger a nuestro país. Tenía lugar una terrible catástrofe. Veía la enorme ola amarilla, los restos flotantes de la obra de la cultura y la muerte de incontables miles de personas. Entonces el mar se trocó en sangre. Esta alucinación duró aproximadamente una hora, me confundió y me hizo sentir mal. Me avergoncé de mi debilidad. “Pasaron dos semanas y la alucinación volvió a presentarse bajo las mismas circunstancias, sólo que la transformación en sangre era todavía más terrible. Oí una voz interna: ‘Míralo, es completamente real y así será; de esto no hay duda’. “En el invierno siguiente alguien me preguntó qué pensaba acerca de los futuros acontecimientos del mundo. Dije que no pensaba nada, pero veía torrentes de sangre. La alucinación no me dejaba tranquilo. “Me pregunté si las visiones aludían a una revolución, pero no podía acabar de creérmelo. Así pues, saqué la conclusión de que tenía algo que ver conmigo mismo y supuse que estaba amenazado por una psicosis. La idea de la guerra no se me ocurrió. “Poco después de esto, durante la primavera y a principios de verano de 1914, se repitió tres veces un sueño: que en pleno verano sobrevendría un frío ártico y dejaría al país completamente helado. Así veía helada, por ejemplo, toda la región lorenesa y sus canales. Todo el país estaba despoblado y los lagos y ríos se habían helado. Toda la vida vegetal estaba aletargada. Este sueño lo tuve en abril y mayo, y la última vez en junio de 1914. “En el tercer sueño sobrevenía nuevamente una terrible helada procedente de los espacios interestelares (…). “A fines de julio de 1914 fui invitado a ir a Aberdeen por la British Medical Association, donde, en un congreso, debía dar una conferencia sobre “La importancia del inconsciente en psicopatología”. Estaba convencido de que algo iba a suceder, pues tales sueños y visiones suelen ser premonitorios. En mi situación de entonces y con mis temores me pareció obra del destino el que tuviera que hablar precisamente entonces del significado del inconsciente. “El 1 de agosto estalló la guerra mundial.” En otro lugar de su autobiografía alude Jung también a este tipo de fenómenos y narra asimismo un caso que le ocurrió a él, aunque esta vez referido no a un suceso futuro, sino a uno desplazado en el espacio. Esto es lo que cuenta: “Lo inconsciente nos ofrece una posibilidad al transmitirnos algo o aportarnos datos significativos. Afortunadamente es capaz de comunicarnos cosas que nosotros no podemos saber por lógica alguna. ¡Piensen ustedes en los fenómenos sincrónicos, en los sueños premonitorios y en los presentimientos! “Una vez regresaba de Bollingen a casa. Era en la época de la segunda guerra mundial. Llevaba un libro conmigo, pero no podía leer, pues en el instante en que el tren se puso en movimiento se me presentó la imagen de una persona ahogándose. Era el recuerdo de una desgracia ocurrida durante el servicio militar. En todo el viaje no pude librarme de esta imagen. Esto me inquietó y pensé: ¿Qué ha sucedido? ¿Ha sucedido alguna desgracia? “En Erlenbach me apeé y fui hacia casa preocupado todavía por este recuerdo. En el jardín correteaban los niños de mi segunda hija. Vivía con su familia con nosotros, después de que, a causa de la guerra, tuvieron que regresar de París a Suiza. Todos me miraron con extrañeza y yo pregunté: “¿Qué ha pasado?” Me contaron que Adrián, entonces el hijo menor, había caído al agua en el embarcadero y como no sabía nadar, por poco se ahoga. El hermano mayor le había salvado. Esto tuvo lugar exactamente en el momento en que yo en el tren fui invadido por mis recuerdos. Así, pues, mi inconsciente me había dado una advertencia. ¿Por qué, pues, no puede también darme información sobre otras cosas?”. También Jung supo anticipar la llegada del nazismo en Alemania analizando los sueños de sus pacientes alemanes. No es que esté escrito el futuro, sino que, dadas unas determinadas variables del presente, el yo cuántico (eventualmente, los yoes cuánticos de una misma comunidad –el “inconsciente colectivo” de Jung–, en el caso de los fenómenos colectivos) puede vislumbrar lo que eso significa traducido a un tiempo futuro… lo cual puede ser cambiado si recomponemos las posibilidades puestas en marcha en el presente. También el presente quedaría constituido como plasmación de las potencialidades del pasado, y nuestro yo cuántico (el inconsciente de Jung) podría ir hacia atrás y reconstruir las causas de las que brota nuestro presente e informarnos sobre ello (a esta tarea se dedica en buena medida la psicoterapia). Asimismo, para nuestro yo cuántico no existen barreras espaciales: todo se produce para él en el mismo punto. Por eso Jung recibió el mensaje relativo a su nieto. En este contexto tiene cabida la experiencia que tuvo el mismo Jung referida a un “compañero espiritual” que inicialmente emergió en uno de sus sueños y después en fantasías, como parte de un método que él patentó y que denominó “imaginación activa”. Esta figura era un hombre anciano con las alas de un martín pescador y a veces con cuernos, al que Jung llamó Filemón. Frecuentemente sostenía conversaciones imaginarias con él mientras paseaba, y le consideró su “gurú interno”. Estupendo dibujante como era, Jung le pintó muchas veces, incluyéndolo entre las ilustraciones de su misterioso “Libro Rojo”, y llegó a colgar un retrato del mismo en Bollingen, la torre-vivienda que construyó junto al lago Zúrich, en Suiza. Una de las biógrafas de Jung, Barbara Hannah llegó incluso a afirmar que Filemón era “la figura más importante de toda la exploración de Jung”, su guía espiritual, un intermediario entre él y su inconsciente, que le proporcionó ayuda espiritual y psicológica en diversos momentos. Jung solía decir que Filemón y otras figuras de su fantasía le aportaron el conocimiento de que había cosas en su psique que él mismo no conocía ni producía, y que parecían tener vida propia, aunque fuera de esta realidad física. Filemón le decía cosas que él ni siquiera había pensado conscientemente, y que significaban un conocimiento superior.Filemón, el compañero espiritual de Jung
Así, pues, y volvemos a la teoría de Garnier, nuestro “doble” –y como tal podríamos entender la figura de Filemón respecto de Jung– recoge la impresión de cómo serán las cosas en el futuro o de cómo están siendo en otro lugar del espacio y, por aperturas imperceptibles, emite la información sobre ello a nuestro yo físico, nuestro yo consciente. El principal medio de comunicación entre ambos yoes se produce durante el sueño, en la fase REM, en la que se dramatizan y narran en lenguaje simbólico los mensajes emitidos por el yo cuántico (también, incluso, en el caso de Jung, por ejemplo, a través de premoniciones o visiones). Si somos capaces de descifrar esa información, de entender ese lenguaje simbólico, podremos recomponer aquel tiempo futuro apuntando desde el presente en la mejor dirección; algo equivalente vendría a ocurrir en cuanto a la dimensión espacial, aunque aquí el suceso ya sería irreparable. No es imprescindible que tengamos el recuerdo de nuestros sueños: nuestro cuerpo recibe las indicaciones y articula algunos modos de traducir el mensaje. A partir de aquí podemos dar enunciado a una fórmula en sí misma concluyente: el presente no es más que el futuro que yo había creado en el pasado; y el futuro se nos presenta ya hoy en forma de sueños (así se entendería mejor el habitual recurso de “consultar con la almohada”), intuiciones, premoniciones y visiones que, sin embargo, habría que saber distinguir de las distracciones que crea nuestro yo consciente, el que vive estrictamente en el momento presente, el cual puede elucubrar caprichosamente –o con las informaciones escasas que podemos elaborar con la conciencia– sobre las formas que adquirirá el futuro y vivirlas también como intuiciones y premoniciones, pero al margen de los auténticos mensajes de nuestro “yo cuántico”. Esos sueños, intuiciones y visiones estarían entonces al servicio de deseos o temores irredentos, y en el extremo vendrían a dar expresión a nuestras patologías; es en estos casos cuando se podría aplicar mejor el término alucinación a lo que en otro contexto hemos llamado visión. John Geiger, en su libro “El tercer hombre. Sobrevivir a lo imposible” (Ariel, 2009), muestra una amplia panoplia de casos de personas que han atravesado situaciones límite (montañeros, náufragos, exploradores…) que les han puesto al borde de la muerte y cómo, en tales circunstancias, han sentido la presencia, normalmente no accesible a los sentidos, de un acompañante protector que les ha ofrecido, además de compañía, información o consejos útiles y, en otras ocasiones, ha intercedido activamente para posibilitar que sobrevivieran; esa presencia desaparecía justo cuando la situación empezaba a arreglarse. Podríamos enlazar aquí, de alguna forma, esta presencia con la figura de Filemón, el guía espiritual de Jung, y con el yo cuánticode Garnier. Ese acompañante, cuando había una base previa de religiosidad en quien sentía aquello, ha sido a veces identificado con el “ángel de la guarda”, pero de las múltiples investigaciones en las que se han implicado diferentes científicos para dilucidar lo que ocurre en estas ocasiones a las que se refiere Geiger, parece que se tiende preferentemente a considerar que se trata de una proyección de una parte de sí mismo, la cual está dotada de una serie de atributos o capacidades de los que carece la persona física, y que pone al servicio de esta, hasta conseguir sacarla del apuro. El caso más prototípico, y seguramente el más conocido, de los narrados por Geiger es el que le aconteció a sir Ernest Shackleton, que dirigió una expedición de exploración a pie de la Antártida entre 1914 y 1916. Las penalidades sufridas por los veintiocho hombres de la expedición –que al final, todos ellos, sobrevivieron– fueron tales que varios de ellos pensaron en suicidarse, y Shackleton tuvo que obligarlos a mantenerse con vida. En el momento más crítico de la expedición, cuando él estaba atravesando unas cordilleras heladas junto a otros dos de sus compañeros, le asaltó la penetrante sensación de que alguien les acompañaba. Así se lo narró Shackleton a un amigo periodista: “Sé que durante esa larga y atroz marcha de treinta y seis horas a lo largo de aquellos glaciares y montañas desconocidas tuve la impresión de que no éramos tres sino cuatro”. Sus otros dos compañeros también tuvieron esa misma sensación. Shackleton tuvo la impresión real y vívida de que esa persona era de carne y hueso, y de que aquella presencia tenía un significado espiritual. En 1975, el alpinista Doug Scout, que junto a otro escalador realizó la primera escalada de la pared suroeste del Everest, describió esa experiencia del siguiente modo: “Es el síndrome del Tercer Hombre: el imaginar que hay alguien caminando junto a nosotros, una presencia reconfortante diciéndonos lo que debemos hacer a continuación, y esa presencia puede ser tan poderosa como una voz en el interior de nuestro pecho”. En junio de 1933, Frank Smythe y Eric Shipton estaban intentando alcanzar la cima del Everest, de 8.848 metros. A los 8.500 metros Shipton abandonó y quedó solo Smythe realizando el intento. Mientras a duras penas escalaba, según sus palabras, “era como si una parte de mí estuviera a un lado, mirándome, y la otra luchando para salir adelante”. En un momento en el que sentía que había llegado al límite de sus fuerzas, se detuvo a descansar. Y continúa: “Pensé que debía comer algo para mantener las fuerzas. Cuanto llevaba conmigo era un pedazo de pastel de menta Kendal. Lo saqué del bolsillo, lo partí con cuidado en dos mitades y me volví sosteniendo uno de los trozos para ofrecérselo a mi ‘compañero’ ”. “Durante todo el tiempo que escalé en solitario me embargó la intensa sensación de estar acompañado de una segunda persona. El sentimiento de estar acompañado era tan poderoso que colmó la soledad en la que, de otro modo, podría haber caído. Parecía incluso que me hallaba atado a mi ‘compañero’ por una cuerda, y que, si hubiera resbalado, él me habría sostenido. Recuerdo que estuve mirando con el rabillo del ojo constantemente”. Reinhold Messner, italiano, es considerado unánimemente el mejor escalador de la historia. Fue el primero en conquistar la cumbre del Everest en solitario y sin oxígeno suplementario, y también el primero en alcanzar las cimas de los catorce picos del mundo de más de 8.000 metros de altura. En 1970, a los veinticinco años, intentó escalar en solitario el Nanga Parbat, la novena montaña más alta del mundo, de 8.125 metros, en el Himalaya, en Pakistán. Su hermano Günther, de forma inesperada, se unió a él sobre la marcha. Ambos llegaron a la cima, pero Günther acabaría pagándolo con la vida. Reinhold describe lo que sucedió en un determinado momento, mientras descendían de la cumbre: “De repente, un tercer alpinista se encontraba cerca de mí. Descendía con nosotros, manteniendo una distancia regular unos pasos a mi derecha, lo que hacía que quedara fuera de mi campo de visión. No podía intentar ver esa figura y, al mismo tiempo, mantener la concentración, pero tenía la certeza de que allí había alguien. Podía sentir su presencia, sin necesidad de prueba alguna”. Más tarde intentó comprender el significado de aquello, preguntándose si el Tercer Hombre no sería en realidad él mismo, visto desde “una dimensión distinta de la existencia”. Alguna peculiaridad aporta otro caso, el de Williams Willis, un veterano marinero que en 1954 zarpó desde Perú en barca para demostrar la teoría de que los náufragos podían sobrevivir largos períodos a la deriva con un mínimo de material. Estuvo 115 días en su solitario y penoso periplo a través del océano Pacífico. Aquellas peculiaridades de su caso las recuperaremos cuando hablemos de las experiencias cercanas a la muerte recopiladas por Raymond Moody, y se refieren al hecho de que, en algunos momentos críticos Willis sintió como si su propio espíritu “se hubiera desplazado a alguna parte, mirando mi cuerpo desde arriba y observando cómo este se movía penosamente”. En el cuadragésimo quinto día de la travesía, cuando ya su fisiología funcionaba a un nivel muy básico, Willis asimismo anotó en su diario: “En mi subconsciente tuve la impresión de que alguien trabajaba en la cubierta, dirigiendo el bote. Tuve esa sensación con frecuencia (…) Mientras empezaba a recobrar el sentido, esa impresión se hizo más firme y me sentí liberado de toda responsabilidad”. Se refiere Geiger también a las investigaciones del neurólogo Macdonald Critchley sobre personas que han tenido esta clase de experiencias, entre las que incluye casos de místicos que podrían asimilar la suya a aquellas. Así habría ocurrido con Santa Teresa de Jesús, de la que cita sus palabras: “Estando… en oración, vi cabe mí o sentí, por mejor decir, que con los ojos del cuerpo o del alma no vi nada, mas me parecía estaba cabe mí Cristo… Me parecía andar siempre a mi lado Jesucristo, y como no era visión imaginaria, no veía en qué forma; mas estar siempre al lado derecho, lo sentía muy claro, y que era testigo de todo lo que yo hacía (…) Parece que es como una persona (a la que se) siente con los sentidos, o (se) la oye hablar, o menear, o (se) la toca (pero) acá no hay nada de esto”. Estados de privación sensorial, de castigos corporales o de prolongada soledad a los que se sometían monjes o místicos habitualmente en otros tiempos, parece que son desencadenantes de este tipo de experiencias. A veces, esos seres que acompañan se hacen visibles de manera alucinatoria. William James, en su libro más conocido, “Las variedades de la experiencia religiosa”, se refiere también a este fenómeno. Dice que a través de la experiencia religiosa se puede acceder a una realidad superior, a otra dimensión de la existencia que trasciende el mundo razonable y compresible. Y más en concreto, escribe James: “El desarrollo imperfecto de una alucinación es frecuente: la persona afectada sentirá una ‘presencia’ en la habitación, perfectamente localizada, dispuesta de un modo particular, real en el sentido más enfático de la palabra, una presencia que habitualmente aparece de forma tan repentina como luego desaparece; y, sin embargo, no ha sido vista, oída o percibida en ninguna de las formas ‘sensitivas’ habituales”. Desde la filosofía también nos llegan ideas que vienen a abundar en el presupuesto del que partíamos, aquel que nos llevó a distinguir entre un cuerpo físico y otro situado en una dimensión supraespacial y supratemporal. Así, según Platón, el alma viene a parar al cuerpo físico desde una esfera del ser más alta y más divina. Para él, no es la muerte sino el nacimiento lo que nos instala en el sueño y el olvido, pues el alma, al insertarse en un cuerpo al nacer, pasa de un estado de gran conciencia a otro mucho menos consciente, y olvida las verdades que sabía en su estado anterior y externo al cuerpo. Por tanto, es la muerte lo que lleva de nuevo a despertar y a recordar. Según Platón, el alma que ha sido separada del cuerpo en la muerte puede razonar y pensar con mayor claridad que antes y puede reconocer las cosas en su verdadera naturaleza. Nuestras almas no pueden ver la realidad auténtica hasta que no se hayan liberado de las distracciones e imprecisiones a que las someten los sentidos físicos. También de los ámbitos propios de la religión nos llegan ideas que vienen a confluir con el conjunto de las reflexiones que aquí estamos acumulando. Dice, por ejemplo, San Pablo en Corintios 15, versículos 35-47, refiriéndose al tipo de cuerpo que tendremos después de muertos: “Pero dirá alguno: ¿Cómo resucitarán los muertos? ¿Con qué cuerpo vendrán? (…) Hay cuerpos celestiales y cuerpos terrestres (...) Así también es la resurrección de los muertos. Se siembra en corrupción, resucitará en incorrupción; se siembra en deshonra, resucitará en gloria; se siembra en debilidad, resucitará en poder; se siembra cuerpo natural, resucitará cuerpo espiritual. Hay cuerpo natural, y hay cuerpo espiritual (…) Pero lo espiritual no es primero, sino lo natural; luego, lo espiritual. El primer hombre es de la tierra, terrenal; el segundo hombre, que es el Señor, es del cielo.”. Y en otra ocasión narra Pablo ante el rey judío Agripa cómo se produjo su caída del caballo y consiguiente conversión, una experiencia que tiene interesantes concomitancias con aquellas ocurridas en situaciones límite de las que hemos hablado más arriba, en las que aparece una presencia que ayuda y da consejos. Dice San Pablo en Hechos de los Apóstoles 26, 13-16: “Al mediodía, ¡oh rey!, vi en el camino una luz venida del cielo, más brillante que el sol, que me rodeó a mí y a quienes viajaban conmigo. Y habiendo caído todos nosotros a tierra, escuché una voz que me hablaba y me decía en lengua hebrea: ‘Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Dura cosa te es dar coces contra el aguijón’. Yo le dije: ‘¿Quién eres tú, Señor?’ Él respondió: ‘Soy Jesús, a quien tú persigues. Levántate y ponte de pie, pues me he aparecido a ti para que seas ministro y testigo de las cosas que has visto y de las que te mostraré...". Otra interesante referencia nos la da el Libro Tibetano de los Muertos, que contiene una detallada explicación de los diferentes estadios que atraviesa el alma tras la muerte física.Lo primero que, se dice en él, hacela mente o alma de la persona muerta es abandonar el cuerpo. Pasa, sin embargo, a estar en otro “cuerpo”, que se llama en el libro “cuerpo brillante”, que no parece estar compuesto de sustancia material. Puede atravesar las piedras, paredes y montañas sin encontrar resistencia. Cuando desea ir a algún sitio, llega en un momento. Su pensamiento y percepción están asimismo menos limitados que cuando habitaba en el cuerpo físico; su mente es muy lúcida y sus sentidos parecen más perfectos. Si en la vida física había sido ciego, o mudo, o lisiado, el muerto se sorprende de que en su “cuerpo brillante” tiene todos los sentidos, y de que todas las facultades de su cuerpo físico se han restaurado e intensificado. Son conocidas, por otro lado, las visiones místicas que tuvo Emanuel Swedenborg, y que él mismo recogió en sus escritos.Swedenborg, que vivió entre 1688 y 1772, nació en Estocolmo. Era famoso en su época e hizo contribuciones considerables en varios campos de las ciencias naturales. Sus escritos, orientados en un principio hacia la anatomía, fisiología y psicología, le aportaron un gran reconocimiento. Sin embargo, en un periodo más tardío de su vida sufrió una crisis religiosa y comenzó a hablar de experiencias según las cuales pretendía haber estado en comunicación con entidades espirituales del más allá. Esta es la razón de que muchos hayan pasado a considerar que Swedenborg se volvió loco y que de lo que hablaba era de simples alucinaciones… que, por lo demás, nos recuerdan, entre otras, las que sufrieran aquellos montañeros, náufragos y exploradores de los que hablábamos antes. El caso es que, a partir de sus experiencias, sus escritos pasan a describir de forma detallada cómo es la vida que hay más allá de la muerte. Raymond Moody, en su famoso libro “La vida después de la vida”, resalta también la sorprendente correlación existente entre la descripción que Swedenborg hace de algunas de sus vivencias espirituales y lo que cuentan los que han tenido experiencias cercanas a la muerte. Por ejemplo, describe cómo, cuando han cesado las funciones corporales de respiración y circulación de la sangre, “el hombre todavía no ha muerto, sino que está separado de la parte corpórea que utilizó en el mundo... El hombre, cuando muere, sólo pasa de un mundo a otro”. Afirma Swedenborg también que él mismo ha pasado por las primeras etapas de la muerte y ha tenido experiencias fuera de su cuerpo: “Pasé por un estado de insensibilidad de los sentidos corporales, casi por el estado de la muerte; la vida de pensamiento interior seguía entera, por lo que percibí y retuve en la memoria las cosas que ocurrieron y lo que les ocurre a los que han resucitado... Especialmente se percibe... que hay una absorción..., un tirón de... de la mente, es decir, del espíritu, hacia fuera del cuerpo”. Durante la experiencia se encontró con seres a los que identificó con “ángeles” que le preguntaron si estaba preparado para morir. La comunicación que tuvo lugar entre Swedenborg y los espíritus no es de tipo terrestre y humano. Era casi una transferencia directa de pensamientos. Aquellos a quienes acompañó el Tercer Hombre también cuentan que la comunicación con este suele ser extra verbal; incluso cuando intentan reproducir lo que “hablaron”, no consiguen recordarlo, porque les faltan los códigos con los que traducir aquel lenguaje mental a este otro verbal. El estado espiritual, sigue diciendo Swdenborg, es menos limitado que este físico. La percepción, el pensamiento y la memoria son más perfectos, y el tiempo y el espacio ya no constituyen obstáculos, como en la vida física: “Todas las facultades de los espíritus... se dan en un estado más perfecto, así como las sensaciones, pensamientos y percepciones”. Swedenborg también describe la “luz del Señor”, que penetra el futuro, una luz de inefable brillo que él mismo ha visto. Es una luz de verdad y comprensión. Aquí recordamos las arriba citadas investigaciones de Jean-Pierre Garnier y las experiencias que Jung narra en su autobiografía, que tratan de una percepción supra o extra espacial y temporal. Cuenta Swedenborg también que aquel que pasa a estar en su cuerpo “luminoso”, puede ver su vida pasada de golpe, y la recuerda con todo detalle: “La memoria interior... En ella están escritas todas las cosas particulares... que el hombre ha pensado, hablado y hecho... desde su primera infancia hasta el momento de morir. Al hombre le acompaña el recuerdo de todas las cosas cuando pasa a la otra vida y es llevado sucesivamente a rememorarlas todas... Cuanto ha hablado y hecho... queda manifiesto ante los ángeles con una luz tan clara como la del día..., y nada hay tan oculto en el mundo que no se manifieste tras la muerte... como visto en efigie, cuando el espíritu es visto a la luz del cielo. Muchos de los que han estado cerca de la muerte hablan de esto mismo, es decir, de que su vida pasa ante su visión de una manera tan instantánea como completa. Pasemos ahora a relacionar lo dicho hasta aquí con las investigaciones de Raymond Moody sobre las experiencias cercanas a la muerte. Raymond Moody es un médico psiquiatra que se hizo famoso a raíz de la publicación en 1975 de su libro “Vida después de la vida”, en donde recoge las experiencias coincidentes de ciento cincuenta personas que o bien han llegado a estar, podríamos decir, “clínicamente muertas”, pero que han “resucitado”, o bien han sufrido accidentes que les han puesto al borde de la muerte, o, por último, son personas que murieron, pero que en el trance previo vivieron ese tipo de experiencias y, antes de morir, las contaron a alguna persona presente. Moody recogió las narraciones de todas estas personas de lo que les ocurrió en tal estado, y de lo cual guardaron vivo recuerdo. Dadas las semejanzas de todas esas experiencias entre sí, construyó una narración-tipo de las mismas conjuntando los elementos comunes. Es esta que sigue: “Un hombre está muriendo y, cuando llega al punto de mayor agotamiento o dolor físico, oye que su doctor lo declara muerto. Comienza a escuchar un ruido desagradable, un zumbido chillón, y al mismo tiempo siente que se mueve rápidamente por un túnel largo y oscuro. A continuación, se encuentra de repente fuera de su cuerpo físico, pero todavía en el entorno inmediato, viendo su cuerpo desde fuera, como un espectador. Desde esa posición ventajosa observa un intento de resucitarlo y se encuentra en un estado de excitación nerviosa. “Al rato se sosiega y se empieza a acostumbrar a su extraña condición. Se da cuenta de que sigue teniendo un ‘cuerpo’, aunque es de diferente naturaleza y tiene unos poderes distintos a los del cuerpo físico que ha dejado atrás. Enseguida empieza a ocurrir algo. Otros vienen a recibirlo y ayudarlo. Ve los espíritus de parientes y amigos que ya habían muerto y aparece ante él un espíritu amoroso y cordial que nunca antes había visto –un ser luminoso–. Este ser, sin utilizar el lenguaje, le pide que evalúe su vida y le ayuda mostrándole una panorámica instantánea de los acontecimientos más importantes. En determinado momento se encuentra aproximándose a una especie de barrera o frontera que parece representar el límite entre la vida terrena y la otra. Descubre que debe regresar a la tierra, que el momento de su muerte no ha llegado todavía. Se resiste, pues ha empezado a acostumbrarse a las experiencias de la otra vida y no quiere regresar. Está inundado de intensos sentimientos de alegría, amor y paz. A pesar de su actitud, se reúne con su cuerpo físico y vive. “Trata posteriormente de hablar con los otros, pero le resulta problemático hacerlo, ya que no encuentra palabras humanas adecuadas para describir los episodios sobrenaturales. También tropieza con las burlas de los demás, por lo que deja de hablarles. Pero la experiencia afecta profundamente a su existencia, sobre todo a sus ideas sobre la muerte y a su relación con la vida” Esas experiencias son en realidad inefables; quienes han pasado por ellas, no encuentran términos adecuados con las que expresarlas. Una de esas personas lo explica así: “Me encuentro con verdaderos problemas cuando trato de contárselo, pues todas las palabras que conozco son tridimensionales. Conforme tenía la experiencia, pensaba: ‘Cuando me hallaba en clase de geometría me decían que sólo había tres dimensiones y siempre lo acepté. Estaban equivocados. Hay más’. Nuestro mundo, en el que ahora vivimos, es tridimensional, pero el próximo no lo es. Por eso es tan difícil contárselo. He de describirlo con palabras tridimensionales. Es lo más cercano que puedo conseguir, pero no es realmente adecuado. No puedo darle un cuadro completo”. Estas personas coinciden en sentir que están fuera de su cuerpo físico, observando este. Una de ellas decía que “lo veía desde atrás y un poco lateralmente”, en el mismo sitio, pues, que muchas de las personas que atraviesan las situaciones límite de las que habla John Geiger (también Santa Teresa de Jesús) sienten que se sitúa la presencia que los acompaña. Vale también como experiencia común lo que decía otra de las personas investigadas por Moody: “Mi mente lo dominaba todo al instante, sin tener que pensar en ello más de una vez”. También es común la experiencia de observar cómo aparecen personas que vienen a acompañarles, a veces familiares, otras, personas que no reconocen. Todas ellas, sin embargo, producen sosiego, confianza, tranquilidad. En unos cuantos casos, los entrevistados las identificaron con “ángeles guardianes”. Lo más peculiar, sin embargo, es lo que los entrevistados describen como un “ser luminoso”. “Todos afirman –dice Moody– que es un ser personal, que tiene una personalidad bien definida. El amor y calidez que emanan de él hacia la persona que está muriendo carecen de palabras para expresarlo, pero ésta se encuentra totalmente rodeada y poseída por él, muy a gusto y totalmente aceptada en su presencia. Siente una irresistible atracción magnética ante ese ser, una atracción inevitable”. También es común la “revisión” panorámica de toda su vida en un instante: de nuevo esto apunta hacia ese estado de conciencia supratemporal y supraespacial en el que todo parece suceder a la vez y en el mismo punto. Y, en fin, todos coinciden en afirmar que aquello que vivieron no tenía nada equivalente a una alucinación. Concluyamos, pues, que vivimos para que no todo ocurra a la vez y en el mismo punto, aquel en el que empezó el big bang. Pero algo de nosotros mantiene el recuerdo de ese instante y ese lugar.