Mis hermanos y yo descubrimos de inmediato que el familiar que más adorábamos era nuestro tío. Sí, por supuesto, queríamos mucho a nuestros padres y abuelos y entre nosotros como hermanos, hasta al resto de tíos y primos, pero no había nadie como nuestro tío Adolfo. Aparecía como dos o tres veces al año, en fechas señaladas y cada una de dichas apariciones era como una fiesta por sí misma, siempre cargado de regalos y de historias increíbles, siempre sabiendo como divertirnos, inventando juegos fantásticos o trucos de magia. Lo adorábamos, más aun al compararlo con aquel tipo aburrido, siempre cansado y ocupado que era mi padre. Nos parecía imposible que fueran hermanos.Pero poco a poco la cosa empezó a cambiar, nuestro tío era el mismo pero cada vez tardaba menos en aparecer por casa, sus juegos y gracietas comenzaron a cansarnos de tanto repetirlas y ya no nos parecía una fiesta verlo entrar por la puerta o salir del dormitorio de nuestra madre cuando nuestro padre no estaba en casa. La verdad es que llegamos a odiarlo con tanta fuerza que sería absurdo decir quien de los tres le asestó la primera puñalada. Pero es curioso porque ahora vemos a nuestro padre con otros ojos, cada vez que viene a vernos es una fiesta, trae regalos y sabe cómo animarnos, incluso dice que pronto a nuestra madre se le pasará el berrinche y también vendrá a visitarnos.
