Revista Libros

Nuestros antepasados

Publicado el 29 mayo 2013 por Sfer
Los hermanos Karamazov, de Dostoyevski. Lo he buscado en aquellos estantes de allí, pero no está. ¿Estará, a lo mejor, en otra sección? ¿En literatura rusa, o así?
La bibliotecaria consultó en el ordenador. Los dos esperamos. Era una espera agradable, saturada de ese tiempo especial que circula por las bibliotecas municipales, como un caminante solitario entre los árboles del bosque.
Por fin alzó la cabeza y dijo: Tenemos dos ejemplares, pero están los dos en préstamo, lo siento. ¿Quiere reservar uno?
No, volveré otro día.
Asiente y se vuelve para atender a una mujer mayor, aunque más joven que yo, que lleva tres libros en la mano. La gente agarra los libros de una manera especial, diferente de como agarran cualquier otro objeto. No los sujetan como los objetos inanimados que son, sino como si se hubieran quedado dormidos. A veces los niños sujetan los juguetes del mismo modo.
La biblioteca en cuestión se encuentra en un barrio del extrarradio parisino que tiene una población de unos setenta mil habitantes. Aproximadamente cuatro mil tienen carné de la biblioteca y pueden sacar libros (hasta cuatro a la vez). Otros vienen a leer el periódico y las revistas o a consultar ciertas obras de referencia. Si tenemos en cuenta que una parte importante de esos habitantes son bebés y niños en edad preescolar, una persona de cada diez, más o menos, tiene carné de la biblioteca y de vez en cuando saca libros para leerlos en casa.
Me pregunto quién estará leyendo hoy, en el barrio, Los hermanos Karamazov. ¿Se conocerán entre ellos? No es muy probable. ¿Lo estarán leyendo los dos por primera vez? ¿O acaso uno de ellos ya lo ha leído y, como yo mismo, quiere volver a leerlo?
Entonces me encuentro haciéndome una extraña pregunta: si uno cualquiera de esos dos lectores y yo nos cruzáramos - en el mercado de los domingos, saliendo del metro, en un cruce de peatones, comprando el pan -, ¿intercambiaríamos una mirada que a los dos nos parecería un poco desconcertante? ¿Nos reconoceríamos sin darnos cuenta de ello?
Cuando un relato nos impresiona o nos conmueve, engendra algo que deviene, o puede devenir, una parte esencial de nosotros, y esa parte, ya sea pequeña o muy extensa, es, por así decirlo, la descendencia del relato, su retoño.
Lo que intento definir es más idiosincrásico y personal que una mera herencia cultural; es como si la corriente sanguínea del relato leído se uniera a la corriente sanguínea de la propia vida. Contribuye a nuestro devenir aquello que devenimos y seguiremos deviniendo.
Sin ninguna de las complicaciones y conflictos de los lazos familiares, esas historias que nos dan forma son nuestros antepasados, unos antepasados fortuitos, casuales, muy distintos de los biológicos.
En ese sentido, alguien de este extrarradio parisino, alguien que esté tal vez esta noche leyendo Los hermanos Karamazov sentado en una butaca, podría ser ya un primo lejano.
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El cuaderno de Bento, de John Berger, de quien leí, hace ya siete años, Aquí nos vemos, y de quien tengo pendiente, por recomendación de un lector de este blog, Hacia la boda...

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