Revista Literatura
No sé si como consecuencia de una tradición milenaria, no nos olvidemos de que el mismísimo Cid ganó una gran batalla estándolo ya, pero la realidad es que la muerte, y por tanto los muertos, cuentan con un gran peso dentro de nuestra forma de entender la vida. Y no hay contradicción en esta afirmación, la muerte es una de las partes más importantes de la vida: la causa, el efecto, el fin. Amemos la vida, pero no reduzcamos las dimensiones de la muerte, su poder. Tengo muy presentes todas esas frías mañanas, en el cementerio, cambiando las flores y repasando los nichos, dentro de los cuales reposaban los restos mortales de mis padres. Cambiando las flores cada poco, limpiando con esmero las lápidas, hasta blanqueando o barnizando los contornos, para que sigan estando “presentables”. Sin llegar al extremo de lo que hemos leído que hacían los egipcios con sus más insignes difuntos, que los acompañaban de comida, libros, e incluso juegos, siempre hemos demostrado una especial atención por los que ya no están. Algo que deberíamos considerar como una virtud, como una bondad, y no como una pesada losa heredada. Hablamos con nuestros muertos, mucho más que las cinco horas que escribió Delibes y que tan bien representó Lola Herrera. Toda la vida hablándoles. Yo les hablo a mis muertos, todos los días, mantengo conversaciones con mis padres, con mi hermano, se fueron hace mucho tiempo, demasiado pronto, y tengo claro que sin estas conversaciones mi vida sería muy diferente a la actual. Me he negado a olvidarlos. Y en mis conversaciones abordo el ordinario, y lo extraordinario cuando toca, mi día a día, y ellos me escuchan con paciencia infinita y con una sonrisa. Yo siento muy cerca a mis muertos, caminan a mi lado, viven conmigo. Porque la muerte no acaba con el amor. Porque los recuerdos hay que alimentarlos. Cuando los muertos se cuentan por miles, como los estamos contando desde hace unas semanas, pierden su identidad y se convierten en un ente anónimo. Lo mismo le sucede a la “gente”, al “público”, a los “espectadores”, a los “aficionados”, a la “audiencia”, se convierten en masa uniforme, sin matices. En un ente sin cara ni ojos, sin apellidos ni nombre, sin personalidad. Sin sus tragedias a cuestas. Sin familias, sin recuerdos. Y los muertos, todos los muertos, tienen derecho a que respetemos su individualidad, su concreción; porque todos ellos fueron universos, mágicos, especiales, únicos e irrepetibles para todas las personas que los amaron. Porque, salvo contadas excepciones, todos tenemos personas que nos aman, en mayor o menor medida. Cuando enterramos a los muertos en el anonimato, enterramos de la manera más egoísta e insensible nuestro dolor. No nos duele aquello que no distinguimos, que no conocemos, que se nos presenta desde la nada. Y renunciar al dolor, o pretenderlo, es renunciar a la memoria. Y no hay justificación para ello. No se merecen los muertos de las últimas semanas, los muertos de ayer, hoy y siempre, cualquier muerto –porque todos son nuestros muertos-, el frío anonimato de la estadística. Que los consideremos solamente un pequeñísimo porcentaje de una curva que crece o mengua. Un titular de diez minutos, una frase en un discurso interminable; una portada nauseabunda de un periódico que renunció al periodismo –para dedicarse, en cuerpo y alma, a la casquería-. No hay muertos pequeños, no hay muertos numerales. Y, sobre todo, no se merecen nuestros muertos que los usen con propósitos pugilísticos, para golpear al adversario. Nuestros muertos no son una granada, una bala o un cañón, como tampoco pueden ser un escudo o una trinchera. Respetar y amar a nuestros muertos supone reconocerte ante el espejo, ser capaz de levantarte cada día y abrir los ojos, sin sentir vergüenza. Y dignificar a los muertos, a los tuyos y a los míos, a todos los muertos, es lo poco que podemos ofrecerles. Lo poco, y lo mucho, que nos merecemos, también nosotros.