Donación de Carlos Santamarina-Macho. Ni siquiera
sé si está en su casa o si lo vio por ahí y lo fotografió.
La carrera de arquitectura no es que sea especialmente difícil -la prueba es que incluso yo la pude terminar-, pero lo que sí es es muy cansina, muy exigente y a veces incluso angustiosa.
Es una carrera que tiene al alumno siempre ocupado: las veintiséis horas del día y los nueve días de la semana. Es un no parar: Prácticas de esto y de lo otro, parciales, entrega de proyectos... y muchas de esas cosas al mismo tiempo y en distintos sitios.
Uno, más que arquitectura, aprende bilocación, suplantación, falsificación, ardides varios, excusas, escurrebultismo y otras mañas que a la larga resultan bastante más útiles para desenvolverse en la vida que las materias regladas que se imparten.
Dormimos muy poco, escuchamos la radio (perdón, la escuchábamos entonces: La de horas que me he tirado yo con Pumares y con Gomaespuma en Antena 3 Radio. Ahora, con tanto espotifai y tantas historias ya ni sé cómo pasan las noches los estudiantes actuales), bebemos café, fumamos (eso, afortunadamente, cada vez menos) y hacemos cosas raras para estar trabajando noche tras noche sin caernos de bruces en la cama o sobre el tablero (que también nos caemos, y luego abrimos el ojo a las tantas y salimos corriendo a la escuela, vistiéndonos por la escalera, porque no llegamos a la entrega, o al parcial, o a la práctica, o a lo que sea).
Y así un año, y otro año, y otro año... Demasiados, hasta que podemos tachar por fin la última maldita casilla del plan de estudios y salir de la escuela con la cabeza muy altBAJA.
Y nuestros padres (animalitos de Dios), también sufren y se angustian. Y quieren ayudar, y sienten a menudo que no pueden. Ayudan -y mucho- estando ahí, y haciéndonos la vida lo más fácil posible, pero sufren nuestros problemas y nuestras angustias y se ven impotentes.
En mi caso, yo era el primero de mi familia en entrar en la universidad. Mi padre, que siempre soñó con ser ingeniero de telecomunicaciones y que en el bachillerato fue muy buen estudiante, no pudo seguir estudiando porque la vida era demasiado dura para casi todo el mundo. Se puso a trabajar muy joven (muy niño incluso), y veía con respeto casi reverencial a cualquier tuercebotas que tuviera un título universitario. De ahí su orgullo porque su primogénito -y detrás de él sus demás hijos- estudiara una carrera, que para colmo por aquel entonces era casi tan respetable como la que él había querido para sí (y por lo tanto había preferido para mí).
Ese respeto, esa fascinación que mis padres sentían por mi carrera, les llevaba a no querer escatimar gastos en cualquier chorrada que pudiera serme útil para cursarla con éxito. Yo, que era muy mirado, sabiendo que me comprarían todas las letrasets, los rotrings y los libros que les pidiera, pero que nuestra casa no era precisamente la de los Thyssen, hacía lo imposible por:
a) calcar aquellas en el vegetal, sin gastarlas,
b) hacer monstruos de Frankenstein con los restos de esos, metiendo el pelo de uno en el canuto de otro y no tirando jamás ningún punto por muerto que pareciera, y
c) leer estos en bibliotecas públicas y fotocopiar algunos. (Lo digo ahora, que el delito ha prescrito).
Por supuesto, para cada cumpleaños y cada reyesmagos pedía libros y/o material de dibujo. Al principio les daba a mis padres el nombre del autor, el título y la editorial, o bien el modelo de compás o de escalímetro, y ellos los buscaban con amoroso despiste; pero al final ya me daban directamente el dinero y yo me los compraba en su nombre.
El único libro de arquitectura que me compró mi padre por puro gusto suyo, por pura amorosa espontaneidad, fue este, que conservo con toda mi gratitud y que ahora mismo, al fotografiarlo, me humedece los ojos. Benditos seáis, papá y mamá.
(Ahora que me doy cuenta, en mi lista de los veinte mejores edificios del siglo XX
puse la casa Milá. ¿Habrá tenido esto algo que ver, de una manera subconsciente?)
Debía de estar harto de que yo le indicara qué libros quería, y no poder ni encontrarlos. Así que, por una vez, quiso elegir uno para mí, para mi vigésimo cuarto cumpleaños. Fue a una librería grande que había cerca de casa; grande y prestigiosa, sí, pero no especializada en arquitectura, y debió de hojear varios hasta decidirse por este, que, dicho sea de paso, es muy bonito.
Como veo que me estoy poniendo tontorrón voy a abrir un poco el campo y voy a añadir a todos nuestros familiares y amigos: Hermanos, tíos, novios... La cantidad de cosas "bonitas" y muy "útiles" que nos han regalado, porque, como estábamos estudiando arquitectura, nos tenían que gustar y/o las teníamos que necesitar sin más remedio.
Nos pasma que, con sus mejores intenciones y con muchas ganas de ayudar, hubieran empleado su atención y su dinero en esas cosas inconcebibles, con las que de alguna manera proclamaban su orgullo y su cariño por nosotros, y sus mejores deseos por nuestro éxito primero escolar y luego profesional. Gente tan adorable y tan hortera no puede dejar nuestro corazón indiferente.
Llaveros y pines con el escudo de los arquitectos, azulejos de "Aquí vive un arquitecto", figuritas de Lladró (o más bien de Seudolladró) con la imagen de un arquitecto...
(Cuidado, que esta sí es de Lladró y vale una pasta. Pero una pasta).
Cosas a menudo horribles, a veces incluso humillantes, pero hechas con todo el amor, con todo el deseo de éxito, de triunfo, de dignidad... Cosas que pueden darnos un poco (o bastante) de vergüenza ajena, pero al mismo tiempo una enorme ternura.
Ya sé que aquí no soléis comentar nada. (En Twitter y en Facebook sí que os soléis soltar), pero os pediría que nos contarais qué regalos absurdos, horribles y ridículos, pero al mismo tiempo adorables os han hecho quienes más os quieren.
Y lo hago extensible a quien quiera sumarse desde cualquier otro campo: Estudiantes de derecho cuyos familiares les regalaron un pisapapeles con la alegoría de la justicia, estudiantes de medicina cuyos padres les regalaron un fonendo o un medidor de tensión (pero, por favor, ese no), o, aún peor, un microscopio (¿pero para qué quiero yo un microscopio?)... Y no digamos un juramento hipocrático caligrafiado con letra gótica en una especie de papiro con los bordes quemados... Etcétera.
Pines, insignias, escarapelas, llaveros, azulejos, rimbombantes tarjetas de visita, lámparas alegóricas, quién sabe: Esas cosas.
Esas cosas que nos emocionan y nos horrorizan a partes iguales.
Me podéis mandar fotos de regalos de vuestros padres, o de familiares o amigos, por email a [email protected]. Os prometo que los tomaré con cariño y respeto (a la vez que con el natural y comprensible cachondeo) y pondré los que más me motiven aquí abajo, al final de esta entrada, en una addenda.
Mies y Corbu. (Como tales los venden), aunque no es el típico regalo de padres.
Estos son muy informales. Los de los padres suelen ser más solemnes.
Más o menos hasta los nueve años (no sé si hasta los diez) creí fervientemente en los reyes magos. Después, durante casi cincuenta años más, pensé que los reyes eran los padres y lo seguí celebrando, aunque ya con cierta circunspección. Ahora finalmente sé que mis padres no eran los reyes: eran bastante mejores.