Manhattan, desde el ferry hacia Staten Island
No sé porqué me ha costado tanto escribir la última parte de este viaje a Nueva York. Quizá esa sea la razón; ponerle punto final a una aventura siempre cuesta, aunque la estemos escribiendo. Los viajeros somo nostálgicos, rayamos en la melancolía. Por eso pesa. Había soñado y respirado este viaje por mucho tiempo y, de repente, ya habían pasado cuatro días. Ya tocaba empacar de vuelta, con el frío en la maleta, con las ganas intactas.
Lo primero que siento cuando traigo a la mente esos días en la Gran Manzana -en la que estuve hace menos de un mes- es el sonido de la brisa sobre el puente de Brooklyn. No recuerdo el sonido de los carros a toda velocidad, ni el de los pasos sobre esa estructura de metal. Solo la brisa y el agite que me causaba al respirar, el frío en los dedos, la risa congelada. Pero eso sucedió solo al final de la tarde.
Ese cuarto día de viaje por Nueva York decidimos ir hasta la Estatua de la Libertad. Había viajado ya dos veces a esa ciudad y nunca me había acercado a uno de sus iconos principales, pero esta vez era un asunto necesario. Por los estragos que causó el huracán Sandy a Nueva York, el acceso a la Estatua de la Libertad está cerrado hasta el 4 de julio. Entonces, ¿valía la pena pagar por un paseo hacia Ellis Island para ver a la estatua de cerca, pero no lo suficiente como para sentirla? No, creo que no.
Desde la estación de ferry de Staten Island
Por eso llegamos hasta la estación de metro Bowling Green (líneas 4 y 5), después de un desayuno copioso de bagels, queso crema, café con leche y mi inflatable jugo de manzana. Desde allí aparecen, como de la nada, como de detrás de los árboles, todos los que intentan vender el tour hacia la estatua, saliendo de Battery Park. Pero caminamos un poco más allá, hacia la estación de ferry de Staten Island. Si había que ver la Estatua de la Libertad, no pagaríamos nada.
El ferry hacia Staten Island parte cada media hora y es gratis. Pasa cerquita de Ellis Island y el recorrido es de unos 20 minutos aproximadamente. Nos alejamos de Manhattan con la vista precisa, así como uno imagina verla. Observamos la estatua y la saludamos, como quien espera el saludo de vuelta. Nos abrigamos, reímos y nos arremolinamos en una de las salidas del ferry para que la brisa nos golpeara, para ver mejor y no a través de unos ventanales. Nos dijeron que en el ferry de vuelta hacia Manhattan, nos dejaban subir y estar al aire libre y aunque no dudo que sea cierto, nos devolvimos en el mismo, con sus ventanales herméticos, pero amplios y transparentes. Nada mal por no pagar ni un centavo.
Así de cerquita se ve la Estatua de la Libertad, desde el ferry que va hacia Staten Island
Manhattan, al fondo
Al volver a Manhattan, al mismo sitio del que partimos, caminamos hacia la estación de metro Whitehall -queda muy cerca de allí- porque no teníamos ticket de metro de vuelta y en Bowling Green no se pueden comprar (eso sucede en varias estaciones de Nueva York, por eso hay que estar atentos). Pero antes, nos detuvimos a comer un hot dog, mirar el paisaje y hablar de cualquier cosa.
Para cuando llegamos a City Hall, una estación cercana al puente de Brooklyn, ya era mitad de tarde. No recordaba lo mucho que me había gustado la plaza del City Hall Park la primera vez que pasé por allí con la prisa propia de quien no puede detenerse. Esta vez me tomé mi tiempo, la miré y la volví a mirar y me la grabé en la memoria.
Comenzamos a caminar hacia el puente, una de mis obsesiones durante este viaje. Quería caminarlo completo de ser posible y ver a Manhattan desde otro ángulo. Me gustan los rascacielos, me gusta cuando les da el sol al caer la tarde, me gusta lo inalcanzable que a veces parece esta ciudad. Y entonces, solo escuché la brisa.
City Hall Park
Caminando el puente de Brooklyn
Caminamos lento y nos detenemos de tanto en tanto, como para tomar aliento y abrigarnos más. No había nieve, pero el frío calaba hasta los huesos burlándose de los abrigos, de los guantes, del gorro y del entusiasmo. Aun así, cuando conquistamos el primer tramo del puente no nos importaba nada más que estar allí mirando a todos lados. Nueva York está llena de promesas y en ese instante supe que volvería, no importa cuándo.
No sé cuánto tiempo nos quedamos en el puente, ni a qué hora comenzamos el camino de vuelta hacia Chinatown, el barrio en el que me quedé durante cuatro días. Sí sé que cuando llegamos ya era de noche y teníamos hambre. Conseguimos refugio en una sopa de wanton exageradamente grande en uno de los pocos lugares abiertos en Chinatown un domingo por la noche. Happy Lucky creo que se llama esa delicia. Camino al hotel nos perseguían las voces que repetían sin cesar los nombres de Louis Vuitton, Michael Kors o Dior, como para que no perdiéramos la costumbre.
Esa noche de descanso fue como un suspiro en el que resumíamos todo el viaje. Al día siguiente, después del desayuno, un taxi nos buscó puntual al hotel y nos dejó en el JFK con las ganas de quedarnos en Nueva York y no volver a ningún otro lugar. Al menos no en ese instante. Siempre quedará después.
Lee este viaje en orden:
Nueva York y su frío (primer día)
Nueva York y su paisaje blanco (segundo día)
Nueva York y la locura de Times Square (tercer día)